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El conflicto de Irak
Columna
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De Berlín a Bagdad

Algo especialmente glorioso y bello como bien irrenunciable e indoblegable de las democracias prósperas y sociedades serenas y tranquilas está en su capacidad y dignidad derivadas ambas de que se inspiran directamente en las lecciones de las catástrofes y miserias que nos hundieron en el pasado y sobre todo, una y otra vez, durante el terrible siglo XX. La base para estos efectos benefactores sobre las sociedades, ya sea en Europa, América, Oriente Próximo o Asia, está en que las realidades del pasado y del presente sean accesibles a todos y que a todos beneficien como mensajes de sabiduría colectiva desde las elites hasta las capas más humildes e iletradas de la sociedad. Pero para eso, lo importante y condición probablemente imprescindible, es que la responsabilidad política repose en gentes que se han interesado por formarse y educarse en el respeto a la verdad y al pasado, que no quieran manipular las incertidumbres, la ignorancia y las supersticiones.

Quienes conozcan el horror del sufrimiento sin precedentes de lo que -más allá de la tradición humana de matanzas y guerras entre pueblos e individuos- ha sucedido en Europa en el siglo pasado, han de venerar la gran demostración de orden compasivo que este continente ha desplegado en casi seis décadas y la conquista de unas cotas de protección de la persona jamás alcanzadas en la historia de la humanidad. Cierto, insistimos, la condición inexcusable para que esto sea posible está en la decisión y fortaleza democrática de los líderes, la batalla contra todo fanatismo, el reconocimiento de lo acaecido, antes y después de la paz, antes y después de ellos mismos. Sucedió en Berlín. Hoy es más que la metrópolis y símbolo del éxito de la democracia. En el siglo XIX toda la política mundial giró en torno a la promesa o amenaza de un proyecto que cruzaba Centroeuropa, los Balcanes y Turquía hasta Mesopotamia, el sueño imaginario de vertebración de un mundo, eje imaginario de riqueza, más que una línea ferroviaria, más que un tren. Era el "Berlín-Bagdad".

Se tejieron y destruyeron alianzas, países y protectorados. Millones de hombres murieron combatiendo en guerras inspiradas por el sueño desde el Congreso de Berlín de 1871 hasta la ocupación nazi de los Balcanes. Berlín y Bagdad, sueño y pesadilla. Ocupadas en su día por las mismas fuerzas. Berlín, mucho peor tratada. Y hoy es un sueño y Bagdad el horror. ¿Todo culpa de los ocupantes? Se atreve uno a escribir que no. Las páginas que preceden a este comentario dicen mucho en este sentido. En Gaza se combaten Hamás y la OLP, en Israel un suicida palestino repite, Líbano amenaza con una guerra civil, en Irak son los chiíes y suníes los que preparan otra, en la lejana Rusia vemos siniestros movimientos armados hacia Georgia, el Cáucaso, Turquía, Bagdad. ¿Todo culpa de George Bush y el ominoso Estado de Israel? Probablemente no.

El fracaso, el dolor, la guerra y la esperanza sentidos en la posguerra de Europa han generado un sistema entero de concordia y la buena fe de gran éxito. En lodazales ideológicos y religiosos son focos infectos de odio que profanan tumbas, dinamitan mezquitas o bendicen genocidios. Los europeos no somos inmunes. Siempre dispuestos a recaer. Sabemos generar pozos de odio como pocos. No lo entienden aquellos que banalizan dolores, amenazas o males, aunque nos vaya la dignidad y muchas veces la vida. Los que nada saben y todo creen inventar e inaugurar.

Berlín y Bagdad unidos en un eje de modernidad fue un sueño europeo. El esfuerzo por imponer una democracia en Bagdad puede haber fracasado ya como aquella línea férrea. Pero no es, ni mucho menos una iniciativa indigna como pretenden algunos. Lo demostraron los iraquíes votando en masa en las peores condiciones por mejorarlas. Nadie tiene derecho a condenar a Oriente Medio a vivir bajo la brutalidad que el fanatismo, los errores de unos y la pasividad de tantos parecen imponer. Se cumplen ahora tres décadas de la Carta 77 de Praga contra la dictadura comunista. Aquel derroche de coraje triunfó y la pesadilla que dominaba media Europa ha fenecido. El fanatismo islamista ha de ser contenido y derrotado. No puede ser sustituido por islamismos moderados como no cabía nazismo moderado para Berlín. El peor enemigo para la democracia y la libertad de quienes están condenados a vivir bajo totalitarismos es la indiferencia y el egoísmo de quienes viven en libertad. En Berlín, en Praga y en Bagdad.

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