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Columna
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Las bandas y el racismo

Cuando Juan Urbano miraba hacia Alcorcón, veía al Diablo. Pero no era un demonio tradicional, sino el monstruo del racismo, esa extraña criatura con miles de cabezas y una sola boca que repite consignas como si lanzase cuchillos; un ser por cuyas venas no corre sangre, sino un combustible que se inflama cuando entra en contacto con palabras calientes como el sustantivo "extranjero". El racismo no tiene lógica, ni moral, ni matemáticas, y por eso no atiende a razones, conciencias o porcentajes, porque se basa en la pura arbitrariedad de creer que cuando un delito lo comete alguien de Madrid, Cádiz o, por ejemplo, Barcelona, el culpable es sólo él, pero cuando lo comete alguien de Oaxaca, Bucarest, Rabat o Bogotá, hay que acusar a todo México, toda Rumania, todo Marruecos o toda Colombia, cerrarles a sus ciudadanos las aduanas y quemarles las banderas. "El racismo no es una ideología, sino una enfermedad", se dijo, mientras apuraba su desayuno en un bar de la Plaza de España.

Teniendo en cuenta cómo está el mundo, lo que ha ocurrido en Alcorcón tampoco le parecía a Juan Urbano tan grave como para abrir con ello los informativos de las televisiones y las radios y formar el río de tinta amarga que atraviesa las secciones de Sucesos de los periódicos. Le preocupaba mucho más lo que podría ocurrir pasado mañana. Porque, en su opinión, lo que pasó el anterior fin de semana fue una pelea absurda, en ese caso entre dos chicas adolescentes, que se transformó en una batalla entre novios, amigos, jóvenes partidarios de una y otra y los típicos voluntarios del alboroto que siempre se unen a cualquier bronca que les pase cerca, en calidad de brigadistas o mercenarios. Algo desagradable, que obviamente se debe combatir y parar sin contemplaciones y que fue horroroso, sobre todo, para el joven inocente que recibió varias puñaladas sin tener absolutamente nada que ver con el tumulto.

Pero lo que se anuncia para el próximo sábado es mucho peor, porque es un arrebato de pura xenofobia preparado en frío por esos grupos de la ultraderecha juvenil y menos juvenil a los que se tolera demasiado y que andan clamando venganza contra todos los latinoamericanos que viven en Alcorcón. Sin duda, las autoridades deberían hacer todo lo posible por desarticular las bandas que intentan imponer en los barrios sus leyes mafiosas y sus códigos de opereta, "y quizá no fuese mala idea", se dijo Juan Urbano, "que empezaran por los convocantes de esa cacería que se quiere montar pasado mañana. Y después, podían seguir con todos los otros, Latin King's , Ñetas o se llamen como se llamen y sean de donde sean".

Los sucesos de Alcorcón no fueron un asunto de bandas, pero acabarán siéndolo si no se impide que unos y otros se pongan cruces en los pasaportes y se tomen la injusticia por su mano. Pero si eso se logra detener, como seguramente se hará porque las fuerzas de seguridad permanecen en estado de alerta, convendría recordar que un problema de esta clase siempre puede ser útil, porque puede interpretarse como un piloto rojo encendido, una llamada de atención. "Si existen bandas es porque hay jóvenes que se sienten solos", filosofó Juan Urbano, y se dijo que lo primero, las bandas, se puede y debe combatir con policías, pero lo segundo, la soledad, sólo se combate con políticas de integración que hagan lo posible y lo imposible por evitar que surjan guetos en los suburbios y vigilen sin descanso para que no se aísle a los inmigrantes en las escuelas o los institutos; para que no se los explote en sus puestos de trabajo; para que no se permita a los especuladores de toda clase que los condenen a vivir hacinados, etcétera. Por desgracia, no sólo es que eso no se haga con la solvencia que sería deseable, sino que aún tenemos que oír de vez en cuando a determinados políticos que, en cuanto les acercan un micrófono, vinculan inmigración con delincuencia y, una y otra vez, acercan la llama de sus discursos a la pólvora del patriotismo malintencionado. "Hay cosas que arden muy fácilmente, y ésas son las que hace falta mantener más lejos del fuego", pensó Juan Urbano, mientras salía del bar y caminaba hacia la calle de la Princesa, mirando a la gente de todas partes que se cruzaba en su camino.

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