Galliano vuela con el origami japonés
El diseñador británico celebra sus 10 años como director creativo de Dior con un desfile inspirado en la sofisticación oriental
Con un atavío de corte napoleónico, la mano en el pecho, la melena rubia y la mirada desafiante, John Galliano se paseó ayer victorioso entre el público que asistió al desfile de alta costura de Christian Dior. Miles de mariposas de papel caían sobre las pieles y joyas de los invitados, que ovacionaban los sobrecogedores vestidos de inspiración japonesa de una colección -la de la primavera-verano de 2007- que celebra los 10 años de Galliano al frente de la dirección creativa de la casa parisiense. En primera fila, Bernard Arnault, presidente de LVMH y el hombre que decidió poner al mando de un símbolo del lujo francés a un desmesurado y excéntrico británico, se apuntaba con su discreta sonrisa un nuevo tanto. Por si alguien lo dudaba, Galliano -el diseñador que se viste de astronauta, macarra o cowboy rompiendo con humor todas las leyes de la elegancia- es un genio de la moda que ha devuelto a la vetusta alta costura un lugar en la vanguardia.
Es un genio que ha devuelto a la vetusta alta costura un lugar en la vanguardia
Para el desfile de ayer, Galliano (Gibraltar, 1960) prescindió de una puesta en escena teatral y fue más minimalista de lo habitual. Quizá porque lo ha tocado casi todo (el cabaré, la Revolución Francesa, el circo, la Edad Media, los faraones...), el diseñador decidió prescindir de retórica visual. La carpa donde se celebró el desfile, instalada en el Bois de Boulogne, era un túnel negro donde casi a tientas se llegaba a un decorado que recreaba el clásico taller-Dior. Poco: las butacas blancas y una delicada cortina. Sin pasarela, el público formó pequeños e íntimos pasillos. Sólo un juego de espejos recordaba la escena final de La dama de Shangai, de Orson Welles, y ponía algo de tensión dramática al sobrio decorado.
Todo el protagonismo estaba reservado para una colección que necesitaría mil ojos para reconstruir sus detalles y que recrea el ancestral arte japonés del plegado de papel, el origami: vestidos-quimono que flotan formando milagrosas figuras, telas pintadas a mano, bordados de flores y pájaros, farolillos y ramas en las cabezas, vestidos de lino y rafia, trajes de cocodrilo negro, kilómetros de sedas para perderse y esos maquillajes a lo kabuki que convierten los rostros de las modelos en delicadas máscaras.
Como testigos privilegiados, mujeres muy rubias y muy altas (entre ellas, Ivana Trump, cuyo moño entorpeció la vista a más de un invitado); las directoras del Vogue americano y francés, Anna Wintour y Carine Roitfeld (la primera, clásica, con un abrigo de cachemir y cuello de visón, y la otra moderna, con uno de cuero y vinilo negro); la delicada y menuda Dita von Teese; la eterna Marisa Berenson (Barry Lindon es una de las películas favoritas de Galliano); la gran periodista de moda Suzy Menkes (con su inigualable tupé); el gigantesco André Leon Talley (que para disimular sus dos metros y sus más de cien kilos se puso un abrigo de flecos y se colgó un bolso de leopardo); el fotógrafo Mario Testino, y una anónima joven árabe cuyo teléfono móvil cubierto de brillantes se balanceaba en su muñeca provocando una cadena de codazos.
Si en su colección más española (en 2003), Galliano movía a sus modelos al ritmo de tango y Bee Gees, para las geishas futuristas y las mujeres samuráis que presentó ayer, utilizó una banda sonora que se pasaba sin estridencias por Michael Jackson, Céline Dion, Portishead, María Callas y Satie. Es parte del encanto de la cultura-batidora de un diseñador que viaja por el mundo con cuadernos en los que recorta y pega los recuerdos de su rico imaginario.
Con su bigotillo a lo Clark Gable y ese pintoresco aire entre pirata y domador de leones, la biografía de Galliano nace en Gibraltar, peñón que dejó a los seis años para viajar con su familia a Londres. Allí, el pequeño Juan Carlos Antonio destacaba porque, a pesar de la escasa economía familiar, siempre iba a clase vestido como un pincel. El diseñador recuerda que pese a no tener dinero, su madre (Anita) derrochaba el buen gusto y el orgullo del Sur. Al terminar el instituto, logró una plaza en el hoy célebre Central Saint Martins, donde se graduó en 1984 con una colección, Les Incroyables, inspirada en la Revolución Francesa. Es el principio de la carrera de un creador hiperactivo, celoso de su intimidad y despótico con sus colaboradores, que abanderó a principios de los años noventa la toma de París por los jóvenes diseñadores londinenses y que descubrió Francia a través de la pantalla tríptica del megalómano y fundacional Napoleón, de Abel Gance. Hoy París le adora y él devuelve los honores saludando con su espada.
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