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La Habana está por inventarse

Aquellos analistas a quienes desvela el futuro político de Cuba y le adelantan al país formas de gobierno, utilizan en sus comparaciones diversas transiciones políticas, y cuentan para sus cábalas con algún que otro modelo aproximativo. (Cierto que, casi siempre, para resaltar lo específico cubano). No existe, en cambio, modelo posible para quienes imaginan la ciudad que vendrá a alzarse donde ahora está situada La Habana. Pues resulta difícil encontrar otro caso de urbe que, sin haber sufrido el alejamiento de sus pobladores, haya permanecido durante medio siglo en parálisis constructiva.

Para dar con ejemplos cercanos a La Habana actual es necesario acudir a los archivos de guerra, remitirse a paisajes bombardeados. Aun sin haber sufrido batalla, la capital cubana es comparable a una ciudad bajo las bombas. Pero un bombardeo es tan sólo un episodio (me refiero a bajas arquitectónicas, no humanas), y se sale de él empeñado en retomar la vida allí donde la interrumpiera la aviación enemiga. En cambio, un ataque de baja intensidad a lo largo de décadas resulta mucho más devastador. Porque logra apagar en la gente cualquier esperanza recuperativa: nadie saca la cabeza del refugio, y fuera del arca sólo se envían en exploración cuervos y cuervos.

La administración de Fidel Castro ha sido ese bombardeo incesante. Una ojeada a "La Maqueta de La Habana", modelo a escala abierto al público, permite calibrar cuán poco se ha construido allí desde 1959. Señaladas las épocas constructivas por diferencia de colores, el color revolucionario apenas se echa a ver. La Habana es una ciudad levantada principalmente en las primeras seis décadas del siglo XX y no hay más que recorrerla para percibir el grado de decrepitud alcanzado por la arquitectura de esas décadas.

Diversos especialistas han acudido al término "estática milagrosa" para explicar la persistencia de edificaciones que, según las más elementales leyes físicas, tendrían que haberse desmoronado hace mucho tiempo y continúan porfiadamente en pie. (La Habana, en buena parte, existe de milagro). Incluso las estadísticas oficiales, remilgadas como suelen ser, reconocen la magnitud del desastre: un informe gubernamental de septiembre de 2005 avisa que el 52.5 % de las construcciones del país se halla en mal estado.

Lo peor del urbanismo revolucionario no ha estado en desoír la necesidad de viviendas, ni siquiera en refrenar todo impulso de nueva construcción. Algo aún más perverso ha fomentado: la idea, infundida en la población, de que nada roto consigue restaurarse (excepto lo catalogado por la Unesco, lo mesopotámico habanero), la certeza de que cada grieta es la grieta que cruza la fachada de la Mansión Usher y acaba por hundir a ésta en un lago.

Como siempre, quien carga las culpas es el embargo estadounidense. Cuba, nos dicen, es un país muy pobre. Cabe entonces preguntar qué se hizo por las ciudades mientras duraron las cuantiosas subvenciones soviéticas. Y no es descartable la sospecha de que la misma jefatura que emprendiera con éxito campañas militares, educativas y sanitarias, haya dispuesto la destrucción de La Habana y otras ciudades. Aunque, cualquiera que sea la excusa para tal desidia, no hay dudas de que el período revolucionario deja una capital en ruinas, irrecuperable en su mayor parte.

De un solo impulso constructivo pueden enorgullecerse: la restauración de La Habana Vieja, a cargo de la Oficina del Historiador de la Ciudad. Dicha empresa, sin embargo, ha terminado por confundir conservación con despoblamiento y, allí donde encuentra casonas habitadas por muchas familias, concibe espacios vacíos, museos en lugar de hogares, locaciones para filmes de época. (En la mayoría de los casos, los antiguos inquilinos son obligados a residir en edificios de las afueras). El llamado Plan Maestro para la Revitalización Integral de La Habana Vieja impone lo simbólico y monumental a costa de lo habitable, y es capaz de justificar la construcción, frente al puerto habanero, de un jardín dedicado a Diana de Gales, otro a la memoria de Teresa de Calcuta, una Catedral Ortodoxa Griega, un Museo del Ron y una Catedral Ortodoxa Rusa aún por terminarse.

Mientras más de la mitad de los cubanos habita infraviviendas, el equipo de especialistas dirigido por Eusebio Leal Spengler, historiador de la ciudad, se distrae en templos sin feligresía o en memoriales de princesas y religiosas que ninguna relación tuvieron con La Habana. Intentan reproducir el campanario de la primera universidad habanera, y lo que alzan es una torre emparentada con el Campanile de San Marco en el hotel Venetian de Las Vegas. Jardines para princesas, campanarios de atrezzo, catedrales exóticas, museos del alcohol: si todo esto es obra de quienes deberían brindar a La Habana propuestas vivificadoras, qué no podrá llegarle de empresas mucho menos comprometidas con su ordenamiento.

Dudo de que una administración revolucionaria (comandada por quien sea) haga renacer la capital cubana. Para ello tendrá que cerrarse el período iniciado en 1959. La ciudad contará entonces con el vacío dejado por los viejos edificios en estática milagrosa. Habrá tanto espacio libre como el hallado por el marqués de Pombal luego del terremoto de Lisboa. La Habana estará expuesta a la depredación inmobiliaria, y posiblemente se agregarán nuevos ejemplos a la lista de atrocidades urbanísticas. (Adelanto esta forma del miedo: a las extrañas catedrales y jardines frente al puerto, podrá sumarse un frente de rascacielos copando el malecón, quitándole respiración a las calles de adentro).

Cuando pienso en el futuro, calculo lo agobiante de replantear una ciudad que lleva medio siglo sin construirse a diario. Pienso también en la oportunidad única que ha de ser para quienes tienen por oficio el de imaginar ciudades.

Como ninguna otra, La Habana está por inventarse.

Antonio José Ponte es escritor cubano.

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