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Columna
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Sobre la confianza

Josep Ramoneda

Hay valores intangibles en política que son muy difíciles de objetivar y, por supuesto, de cuantificar. Uno de ellos es la confianza. A pesar de que las sociedades avanzadas viven la relación con la política de modo cada vez más escéptico, e incluso cínico, la confianza sigue siendo un capital básico del gobernante, muy difícil de recuperar cuando se quiebra. La confianza es el mejor soporte de la autoridad. Y la autoridad es precisamente atributo principal del que ejerce el poder.

El diccionario de María Moliner da diversas acepciones de la palabra que convergen como vectores en la configuración de la confianza como concepto político. La confianza es, en primer lugar, "la esperanza firme que se tiene en una persona". ¿Y quién es de confianza? Quien tiene "firmeza, seguridad y las cualidades recomendables para conseguir un fin"; quien tiene "el ánimo, el aliento, el vigor en el obrar". La confianza tiene que ver, por tanto, con la empatía que es capaz de generar el personaje político, que por lo general se acostumbra a llamar carisma. Pero también con las capacidades y con el entusiasmo y la determinación con que se aplica a la tarea.

No hay que hacer grandes ejercicios de psicología de masas para comprender que los ciudadanos buscan en el gobernante -al que se han aplicado tradicionalmente figuras que van desde la delegación divina hasta el padre de familia o el pastor de las ovejas- un elemento de referencia que dé seguridad. Al fin y al cabo, como muy bien explicó Hobbes, ésta es una de las razones por la que los hombres aceptaron la fuerza limitadora del Estado.

En un momento en que la política aparece debilitada por las fuerzas de la globalización y en que los Gobiernos parecen incapaces de gobernar los impulsos de un poder económico que ha saltado fronteras y cada vez es más de ninguna parte, la necesidad de confianza en el gobernante no declina. Más bien lo contrario. Es cierto que el Estado-nación tradicional está perdiendo poder por todas partes: por el peso creciente de las instituciones supranacionales, por vías de descentralización, y por el poder de las grandes compañías multinacionales, tanto empresas como organizaciones sin ánimo de lucro. Pero el presidente de un Gobierno sigue siendo el principal referente que para los ciudadanos significa el poder, tanto en su forma productiva -generador de servicios y proyectos- como en su forma coercitiva. La pérdida de peso de la política ha tenido una consecuencia: cada vez más el político es visto por el ciudadano como el chivo expiatorio al que sacudir cuando las cosas van mal.

La necesidad de sentir que hay alguien al mando que, a pesar de todo, nos protege hace que la confianza siga siendo el capital principal de un político. Los límites de la confianza son muy difíciles de precisar. Fue la confianza que transmitía Felipe González como persona conocedora de los resortes del poder y con una idea clara de dónde quería ir la que le permitió ganar contra todo pronóstico -y en pleno festival del GAL y la corrupción- las elecciones del 93 y la que hizo que perdiera las del 96 por la mínima. A pesar de estar metido en una charca, una buena parte de la ciudadanía todavía sentía su amparo. José María Aznar desafió a la opinión pública apostando por la guerra de Irak contra los deseos de la mayoría. Y, sin embargo, no le impidió empatar las elecciones municipales en aquel contexto, porque la gente premia al gobernante que da la impresión de tener las ideas claras, aunque sean equivocadas. Y si el PP acabó perdiendo fue porque Aznar sobrepasó los límites de la confianza por dos vías: por el autoritarismo (que es una desviación de la autoridad que acaba agobiando a la ciudadanía) y por las mentiras con las que intentó proteger (del Prestige al 11-M) la pérdida de la eficiencia que había sido el gran mito de su Gobierno.

Zapatero se encuentra en un momento crucial desde el punto de vista de la confianza. Su capital era el aliento y el vigor en el obrar de un político joven que escuchaba a la gente y le hacía caso. Por eso, para empezar a recuperar la confianza ha reconocido en su intervención en el Congreso el error de apreciación que cometió la vigilia del atentado. Pero sobre Zapatero, por haber quemado etapas muy deprisa, pesó siempre la duda de la competencia y de la eficacia. Y es eso lo que en este momento está en cuestión. Zapatero tomó un riesgo que mucha gente -sobre todo de su electorado- aplaudía: buscar el fin negociado del terrorismo. Pero la brusca ruptura de la tregua ha cubierto de dudas su gestión: ¿cómo podía estar tan mal informado para decir que las cosas iban bien cuando el comando ya entraba en Madrid? ¿Cómo le engañaron tanto sus interlocutores? ¿Cómo no previó que las cosas iban mal cuando hubo tantas señales? Y así sucesivamente. La sensación de mala información es pésima para la confianza en un gobernante. El voluntarismo es un valor hasta que la gente percibe cierta confusión entre deseos y realidades. Como siempre, la gente duda cuando se acumulan los hechos que apuntan en una misma dirección. Y el desconcertante final de la tregua viene después del fracaso de la famosa OPA que Zapatero amparó o de la tortuosa peripecia del Estatuto de Cataluña, para citar los ejemplos más vistosos. Todos ellos son casos en que Zapatero parecía que ya había llegado a destino y, sin embargo, el tren sólo acaba de salir de la estación.

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El presidente se la juega. Ha quedado tocado en algo tan fundamental como la confianza. Tiene ahora unos meses para recuperarla. Pero para ello necesita trasmitir seguridad, firmeza y claridad no sólo en los objetivos, sino también en los caminos a recorrer. No le puede volver a ocurrir lo que esta vez: que otro problema, el que sea, encalle sin que él se haya dado cuenta. Tiene a su favor una baza: su electorado le reconoce todavía la buena intención con la que corrió los riesgos. Y tiene una suerte: la voracidad del Partido Popular tampoco genera confianza. Si Zapatero tiene que reconquistar el favor de una ciudadanía a la que le han entrado dudas sobre su solidez y su dominio de la situación, Mariano Rajoy tampoco tiene un ejercicio demasiado fácil si quiere crecer más allá de la derecha incondicional. Rajoy tiene que quitarse la imagen de la sospecha. La sospecha cada vez más extendida de que para el PP es más importante desgastar al Gobierno que luchar contra ETA. El espíritu de revancha tampoco es un factor de confianza. Un político cuando pierde la confianza deriva inevitablemente hacia el sectarismo y, así, su espacio se reduce inevitablemente hasta la derrota.

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