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Columna
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Diego Armando y Carlos Alonso

Jesús Ruiz Mantilla

Muy probablemente llegaron a Europa hace unos años en un vuelo que seguramente aterrizó con retraso, de esos que si la compañía te pierde las maletas después remolonea a la hora de indemnizarte por la pérdida de equipaje. Diego Armando pasó unos años con su madre en Italia y luego se vino a Madrid a probar fortuna. Carlos Alonso decidió que su futuro estaba lejos de Picaihua, el pueblecito de Ecuador donde había nacido y dado sus primeras patadas a un balón y quiso buscarse un porvenir digno en Valencia. Pero la mala suerte es una variable que existe. Así que aquel 30 de diciembre se combinó fatalmente con el cansancio que les dejó dentro de sus coches para echar una cabezada y la barbarie mental de los asesinos que volaron el aparcamiento de la T-4 en Barajas.

Pronto llamaron la atención esos rostros entre inocentes y serenos en aquellas inquietantes fotografías que retratan el pasado de una sonrisa. De repente, a través de las imágenes, la tensa espera que llevaban con una inusual dignidad las familias, los amigos y el foco intenso de atención que les proporcionaron los políticos y los periodistas, Diego Armando, Carlos Alonso hicieron visible toda una realidad que nos rodea discretamente pero que es crucial en nuestras vidas a diario.

Por unos días no nos resultaron indiferentes esos trabajos que muchos inmigrantes aceptan para hacernos a todos la existencia más cómoda a cambio de unos euros sin contrato, quizás muchos repararon en que debajo de las zanjas y sitiados por el polvo de las obras públicas muchos Estacios y Palates trabajan a destajo para poder enviar los 200 euros que Carlos Alonso metía en el correo todos los meses destino a Picaihua para que vivieran su madre y sus cuatro hermanos.

Después les encontraron, aplastados bajo la molicie que muchos de ellos construyeron y que los bárbaros se han empeñado en hundir con la misma crueldad que parten las vidas de todos los inocentes. Junto a los féretros, en Ecuador, muchos pudimos descubrir los mundos que dejaron atrás. El dolor de la gente en las casas y los corrales donde les velaron amontonados encima de las cajas que transportaron sus cuerpos tan jóvenes. El llanto de sus novias, el grito desesperado de sus madres, la incomprensión de todos los niños.

Pero pronto todo eso se ha borrado. Igual que sus nombres.

Los mismos que durante aquellos días que duró el limbo en el que les llamaban desaparecidos se preocupaban de dar partes por los telediarios, se han encargado de volver a enterrar el absurdo de sus propias muertes. Al desconcierto y a la crueldad, al desamparo y a la rabia, le sucedieron después durante toda una semana el pisoteo de la dignidad y algunos ideales en favor de unas pancartas. Somos muchos, la inmensa mayoría de los que acudimos a la manifestación de ayer en Madrid, los que pedimos que el rango del sacrificio que Diego Armando Estacio y Carlos Alonso Palate sea el mismo que el que en su día, con idénticas protestas, otorgamos a Miguel Ángel Blanco o a Tomás y Valiente y a Ernest Lluch...

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Todas las asociaciones de ecuatorianos que convocaron la protesta y la sociedad civil así lo desean. Sus nombres hubiesen bastado como lema de la marcha y así, a lo mejor, no habríamos tenido que soportar el bochornoso espectáculo de ver cómo muchos canallas se sacan de la chistera términos que para muchos merecen todo el respeto como ideales para después vomitar encima de ellos ejerciendo el dudoso derecho de lo que entienden por libertad.

Quienes han llegado a este país y a sus ciudades desde muy lejos ilusionados, deslumbrados por la riqueza, por la abundancia, habrán quedado perplejos esta semana ante todas nuestras carencias y esa maldita podredumbre que nos desune a la hora de enfrentarnos a lo fundamental. Esa desgracia, esa pena es la que vi ayer en los rostros de muchos, mientras caminaba en silencio entre Colón y la Puerta de Alcalá.

Por quienes no estaban, por los dirigentes y los trileros que juegan con conceptos más que dignos encima de las pancartas, por esos azuzadores que probablemente se habían quedado tan campantes en sus casas después de haber salido a reivindicar otras memorias tan dignas como las de Diego Armando y Carlos Alonso, de cuyos nombres probablemente se habrán olvidado, muchos de los que estuvimos allí sólo sentimos una cosa: vergüenza.

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Sobre la firma

Jesús Ruiz Mantilla
Entró en EL PAÍS en 1992. Ha pasado por la Edición Internacional, El Espectador, Cultura y El País Semanal. Publica periódicamente entrevistas, reportajes, perfiles y análisis en las dos últimas secciones y en otras como Babelia, Televisión, Gente y Madrid. En su carrera literaria ha publicado ocho novelas, aparte de ensayos, teatro y poesía.

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