Vivimos de rentas
Cuando se para y considera la comida en el plato, esa botella de vino, y recuerda que se ha duchado por la mañana con agua caliente y secado en toalla tratada con suavizante, luego de haber dormido bajo buenas mantas, forzoso es reconocer que por aquí vivimos bastante bien. No tenemos derecho a quejarnos, a no ser de nosotros mismos. Disraeli, que era hombre sensato y pesimista, concluyó un día que todas las cosas acaban componiéndose más o menos mal. En parte es cierto, en parte no, porque toda ruptura provoca un daño que no hay soldadura que repare totalmente. El trauma histórico que fue el golpe de 1936, la guerra y el Régimen, no tiene reparación fácil. La pérdida para España fue enorme. Aquella muerte y destrucción nos dejaron ese miedo que llevamos en el tuétano de las familias, ese "tú no te signifiques", "no te metas en política que no vas a vivir de eso", ese miedo a que vuelvan ¿Quiénes? Ellos, los de siempre. Esos que ahora claman en la Puerta del Sol envueltos en banderas y vuelven a gritar el nombre de España como una amenaza contra los demás. No es que den miedo, es que pretenden darlo porque saben que los demás sabemos. Y como sabemos porque los conocemos, tememos.
Pero en Galicia la destrucción tuvo rasgos propios porque la cultura cívica tenía una base común para los partidos democráticos y que se extendía de modo natural por la vida social: el galleguismo. Había un consenso social galleguista. Los demócratas sabían que el galleguismo era un suelo compartido y, aunque cada uno lo interpretaba a su modo, todos aceptaban que era el verdadero patrimonio del país y que tenía contenido político, como se expresó en la campaña por el Estatuto apoyada por todos. El republicanismo gallego asumía el pasado político de Galicia, el liberalismo regionalista del XIX, la vertebración cívica que fueron las Irmandades da Fala, el movimiento agrarista, la labor de los galleguistas que consiguieron el reconocimiento de Galicia como nacionalidad por la Sociedad de Naciones, la iniciativa por el Estatuto... Ese contenido político que argumentaba a Galicia como nacionalidad era aceptado y reivindicado tanto por personas conservadoras, como Rajoy Lellup, como asumido por socialistas y comunistas. En la República, Galicia se hizo al fin nación, una nación hecha por todos los demócratas.
La Constitución de 1978 reconoce a Galicia como nacionalidad sin que hoy lo merezcamos. Quizá la gente, el país, lo merezca pues salió en masa a la calle en su día contra el aldraxe que suponía que se nos negaba la autonomía y ha vuelto a salir cuando nos asfaltaron la costa y decían que no pasaba nada. Quizá. Pero lo cierto es que si miramos lo que vota esa misma gente, este país, si miramos su expresión política pues concluimos que no merecemos ese reconocimiento. Ahí está ese PP, que en su día llamándose AP se opuso a ese reconocimiento nacional, a que tuviésemos autonomía. Ese AP-PP que nosotros, este país, sentamos a administrar esta autonomía que detestaban. El mismo que ahora, nuevamente, se opone a que se explicite el carácter nacional de Galicia en el nuevo estatuto. Se oponen en general a que este país asuma la responsabilidad de existir. Si hubo algo de galleguismo en el PP lo ha perdido en un año. Han vuelto al origen. Pero este país le da esos escaños para que hagan lo que hacen. Nadie proteste contra el PP: si no les gusta lo que hace, entonces protesten contra sus vecinos que lo votan.
Pero qué lejos están del pasado republicano también los otros dos partidos parlamentarios. Un partido socialista al que el traje de la Xunta le cae encima como si fuese algo ajeno, no algo propio. Un BNG que basa su existencia en que el galleguismo sea su patrimonio exclusivo, que no sea compartido so pena de desaparecer. Por comparación, qué moderna era aquella Galicia republicana y qué rancia, roma y vulgar es ésta. Pero nuestra queja debe ser pequeña, no lo olvidemos, pues aquí todos comemos al menos pollo y por ahí adelante hay gente que pasa realmente hambre. Y porque tenemos más de lo que nos merecemos y bastante pena damos.
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