Sobre las víctimas
LAS DOS VÍCTIMAS mortales del atentado de la T-4 entraron en escena de forma muy discreta. Tuvimos la primera noticia de ellas cuando el ministro Rubalcaba anunció la existencia de un desaparecido. Es ésta una palabra, cargada de connotaciones, que casi siempre es el preludio de lo peor. Más tarde supimos que los desaparecidos ya eran dos. Dos inmigrantes, dos trabajadores que habían venido a España a buscar mejor suerte para su vida y la de los suyos. El gran poder de las víctimas es que, sin quererlo ni saberlo, cambian el curso de las cosas porque rompen el soliloquio de los políticos: imponen el principio de realidad con toda su crudeza.
La aparición de las dos víctimas ha sido determinante para el curso de los acontecimientos. De entrada, cambió la calificación del atentado: de atentado sin víctimas a atentado con dos muertos. Se cerraba de este modo cualquier vía a las interpretaciones voluntaristas. Las dos víctimas convertían en indiscutible lo evidente: que quien coloca varios centenares de kilos de explosivos está dispuesto a matar. Se rompía el argumento más oído en los últimos tiempos: ETA lleva tres años y medio sin matar. Desgraciadamente, esto ya no se podrá volver a decir. Y el final de esta ilusión significa el retorno al punto de partida: volver a empezar. La única esperanza es que el ciclo se abrevie por la nula empatía entre el mundo etarra y la evolución del contexto global.
En este sentido, las dos víctimas nos colocan ante la verdad de ETA-Batasuna. El autoproclamado movimiento nacional de liberación de Euskalherria que lucha para sacar de la opresión a uno de los países más opulentos del mundo, parte además de la octava potencia mundial, mata a dos trabajadores inmigrantes que habían dejado su país con la esperanza de vivir mejor. Es una rotunda imagen de la realidad de ETA: un grupo terrorista con mentalidad del siglo XIX, penúltima reliquia del retraso español, que intenta encallar a España en problemas que nada tienen que ver con la realidad del siglo XXI que encarnan personas como Carlos Alonso Palate y Diego Armando Estacio.
La terrible verdad que representan los dos inmigrantes asesinados ha puesto también en evidencia el mundo fantasioso en que vive Batasuna que, con dos muertos sobre la mesa, todavía necesita que ETA deje "constancia expresa" del final de la tregua. Siempre a la espera de la consigna del comando, Batasuna se ha superado a sí misma. Si el fin de la violencia pasa por la creación de una fuerza abertzale autónoma que utilice su respaldo social para imponer criterios políticos a la razón militar, estamos muy lejos de alcanzarlo. Más que nunca ha quedado claro que Batasuna ni decide ni se entera.
Las dos víctimas han entrado lentamente en escena. Por las circunstancias del atentado, pero también por sus propias características personales. Había cierta disposición a no verlas, porque su aparición cerraba definitivamente puertas que algunos todavía querían ver abiertas. Para algunos eran un estorbo, porque rompían definitivamente sus planes y fantasías. Y, para todos, el final de una ilusión. Además, eran personas absolutamente ajenas al conflicto, representativas de esta nueva ciudadanía, creadora de imaginarios y de relaciones que rompen las endogamias nacionales. No en vano, nos empeñamos en seguir llamándoles inmigrantes como forma de mantener viva una cierta línea de separación entre ellos y nosotros. Su muerte, absurda como todas, demuestra cómo una neurosis local -la que alimenta a ETA- no puede aislarse de la realidad global que los dos inmigrantes representan. Quizá por aquí se abra alguna vía a la esperanza.
Los escasos lazos de estas dos víctimas con el país, su nula relación con el problema (quizá ni siquiera supieran que ETA existía), dificultará su recuperación por parte de los que han convertido la condición de víctimas en una profesión política. Porque duele ver el sectarismo hacia el que han evolucionado algunas víctimas, espoleadas por el PP, para el que ya sabemos que vale todo en la lucha contra el Gobierno. Parafraseando a Beatriz Sarlo, me parece que las víctimas que han optado por la militancia política deberían tener en cuenta que "el atentado contra el carácter sagrado de sus vidas no traslada ese carácter al discurso testimonial sobre aquellos hechos". Y que ningún sufrimiento, por terrible que sea, otorga el derecho a la última palabra a las víctimas.
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