¿Volará La Paloma?
Hace unos días estuve en La Paloma con motivo del aniversario de una amiga, Anna Briongos, que decidió celebrarlo por todo lo grande en tan incomparable marco. Entre otros me encontré con Manel Josep, vocalista de la orquesta Plateria, y me contó que estaba actuando allí dos días a la semana, haciendo una colaboración con la orquesta titular. Me dijo irónicamente: "¿Dónde, si no, tenía yo que acabar cantando?". Le respondí que podía sentirse muy afortunado porque a mí la bodega Bohemia, lugar donde empecé a cantar a los 20 años, me la habían cerrado hace tiempo.
En 1982 publiqué Barcelona postal, un disco que contenía canciones dedicadas o inspiradas en Barcelona, procedentes de diferentes épocas y en varios idiomas. La selección la hicimos Antoni Miralda y un servidor, y fue él quien realizó todo el grafismo del LP con una portada en la que aparecia el local en cuestión, La Paloma. Pero no tal como lo conocemos ahora, sino en su anterior actividad, que no era otra, hacia finales de 1800, que la propia de una fundición metalúrgica. Allí se moldearon parte de los elementos del monumento a Colom (¿Paloma?) que desde entonces confiere un carácter inconfundible al enclave La Rambla- puerto.
Posteriormente, a principios del siglo XX, hornos y metales pesados dieron paso a la ligereza de los instrumentos musicales y al calor de las melodías del momento, con las que nuestros abuelos y padres se divirtieron, se emocionaron, se conocieron y quizá incluso se comprometieron bajo el manto amable de un bolero, un foxtrot o un charlestón. En realidad, la tradición se mantiene y aún hoy, hasta el cierre de estos días, La Paloma ha seguido ofreciendo sesiones de baile de salón con orquesta en directo. Nunca hasta ahora ha dejado de hacerlo para un público renovado y adicto al género.
Pero hete aquí que el vuelo de La Paloma está amenazado por el Tigre y el León. Los vecinos de esas calles y aledañas se quejan del ruido que causa el local, convertido en discoteca a partir de medianoche, y alegan, con razón, que el edificio y su ubicación no están preparados para semejante tormenta de decibelios. Los tiempos cambian y es inútil intentar detenerlos. De todas maneras, debería ser posible conciliar todos los intereses en juego. Un público joven que se aturde y excita a la vez con un volumen sonoro difícil de soportar para un oído humano, los formales bailarines del tango y el chachachá, y los vecinos que reivindican su derecho a dormir. Cuadrar ese círculo no es tarea fácil y no me atrevería a dar una respuesta rápida al problema.
Lo que sí tengo claro es que La Paloma no debe desaparecer. Es un espacio sentimental único y tan importante como puedan serlo la Sagrada Familia, el mercado de la Boqueria o el mismísimo Palau de la Música. Es la expresión de una cultura popular y de la historia de una ciudad que no se puede permitir ni una sola mutilación más. En las últimas décadas Barcelona ha perdido demasiados símbolos y referentes y está al borde de convertirse en una tienda para turistas, eso sí, impolutamente diseñada, a expensas de la desmemoria y del olvido interesados.
Queda en el inconsciente el vuelo de La Paloma avivando la imaginación y repartiendo alegría para tantísima gente que ha bailado entre sus paredes, bajo esa majestuosa lámpara que tantos corazones ha iluminado. El vuelo de la paloma y el colom que descubrió la América de nuestras horas más felices. Y quiero creer que nadie desea que ese vuelo se interrumpa. Desde luego, yo no. Aún mantengo la esperanza de terminar también ahí con mi amigo Manel y salir volando en medio de un estruendo de saxos y violines que despierte a todo el barrio.
Jaume Sisa es músico.
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