De regreso al monte Suribachi
Cuando se trata de desvelar el truco, también hay truco. El cine vuelve a las arenas de Iwo Jima, pero como corresponde al modesto revival del cine de guerra de los últimos años, el tono ya no puede ser el patriotero grandilocuente de los años cincuenta, de películas como Sands of Iwo Jima, con John Wayne, ni El sexto héroe, donde Tony Curtis, a cuenta de sus aceitosos bucles, era ya el indio pima, que, junto con otros marines, parece ser que izó la bandera de las barras y estrellas en la cima del monte Suribachi.
Ahora, bajo la dirección de ese monstruo que es Clint Eastwood, el tono es, sin duda, también patriotero pero mucho más estilizado; y la grandilocuencia se baña de nostalgia para no agredir al gusto de una era posheroica, pero que sigue anhelando héroes. Al igual que en su día el western crepuscular, la película de la Segunda Guerra no se puede pensar hoy como si no hubiera pasado agua bajo los puentes, como si el cine bélico no hubiera sufrido un primer desastre con la guerra de Vietnam, o, ya para las generaciones futuras, el contemporáneo desastre de Irak no contara para nada. Aun así, el regreso del género iniciado en 1998 con La delgada línea roja, de Terrence Malick, título tomado del inmortal Kipling, innova lo justo para que el espectador se sienta moderno, políticamente correcto, y transite por su catarsis particular de violencia, drama y sentimientos humanos.
BANDERAS DE NUESTROS PADRES
Dirección: Clint Eastwood. Intérpretes: Ryan Phillippe, Jesse Bradford, Adam Beach, John Benjamin Hickey. Género: Bélico. Estados Unidos, 2006. Duración: 132 minutos.
Eastwood, que con los años se ha ido empapando de cine hasta el punto de que ya no se puede juzgar sus filmes sino como suma y compendio de todos ellos, es sabia y discretamente manipulador. Nos cuenta una historia de antihéroes en clave de épica heroica. Esta película es el Liberty Valance (John Ford, 1962) del director, aunque de factura menos evidente, con un celofán más elaborado, un juego de flash-back, tantos que, en realidad, lo que hay son más bien flash-ahead, un juego pendular que alterna Iwo Jima 1945, con un presente carrasposo en el que los presuntos antihéroes se contemplan a sí mismos desde la última parada de la tercera edad.
La historia tiene un arranque periodísticamente impecable. Como dice uno de los personajes de la película: "Una buena fotografía de guerra es el mejor camino a la victoria". El vietnamita al que un general de Saigón volaba la cabeza de un disparo ante los fotógrafos del mundo entero, durante la ofensiva del Tet en 1968, valía, sigue diciendo cualquiera de los diversos álter ego de Clint Eastwood, por una victoria -del Vietminh-. Y en la lucha por un islote rocoso de 20 kilómetros cuadrados que era el primer suelo japonés que pisaban los marines, aguardaba también a los vencedores su foto para la historia.
Seis infantes de marina, completamente ajenos a la posteridad, plantaban una bandera que llevaban consigo con la misma naturalidad que la cantimplora o el macuto. Iban cinco días de ásperos combates y quedaban 35 más y 5.000 muertos propios para dominar el imponente farallón de roca. Días más tarde, la bandera se le antojaba como recuerdo a un alto mando y había que izar otra enseña, pero esta vez las fotografías, al igual que sus protagonistas, estaban destinadas al consumo patrio, a la venta de bonos de guerra, a pasear la última cosecha de héroes. Pero ni son todos los que están, ni están todos los que son, y el director le saca el mayor partido posible a esa intriga, con una dosis, pese a todo moderada, de frases lapidarias y cicatrices para el recuerdo.
Eastwood es un excelente profesional que sabe muy bien lo que filma, y cómo servirse de actores pasablemente desconocidos fuera de los circuitos, que llenan muy dignamente la pantalla, aunque son tantos y sus nombres de ficción tan variados que el espectador, quizás, tarda un rato en distinguir al enfermero del que no lo es, al sargento de la primera foto de los soldados rasos de la segunda.
En último término, la cinta trata mucho más de la manipulación de la memoria que de la propia guerra, filmada de cerca para que no cueste tanto. Las imágenes de una granulación agresiva transmiten muy bien lo que el director quiere poner en ellas, que viene a ser algo así como que siempre nos toman el pelo. Él, también.
Babelia
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