La última noche
Un millar de personas abarrotaron La Paloma, muchos pensando en que era la última vez que bailaban en el local
En la ronda de Sant Antoni, a la altura de la calle del Tigre, un grupo de jóvenes autóctonos espera encontrar taxi con un optimismo nada realista. Son las 2.30 del día 1 y los taxistas, a pesar del suplemento de cinco euros que obtienen por cada bajada de bandera, han preferido no salir a trabajar en una noche tan problemática. En medio de la calzada, una de las chicas del grupo, con falda corta dorada, confunde el color del semáforo verde con la luz de un taxi libre, y levanta la mano una y otra vez. Sentados en el respaldo de un banco, dos jóvenes subsaharianos les observan. Atravieso la ronda y me meto en la calle del Tigre. Al fondo, en la esquina, está la sala de fiestas La Paloma. Hoy podría ser el último día que abre. Van a cerrarla por las molestias de ruido que causa a los vecinos.
Una pancarta inmensa recorre una de sus fachadas: "Els treballadors de La Paloma mostrem la nostra indignació. Nosaltres també som veïns". Y en la otra: "Fa 103 anys que som al carrer del Tigre. Més de cent treballadors amb les seves famílies en perill". No hay pancartas en las ventanas de las casas adyacentes, a unos seis metros del local, como por ejemplo vemos en la plaza Reial. Tengo la sensación de que, para la opinión pública, estos vecinos resultan más antipáticos que los trabajadores. Las personas que, como yo, vivimos cerca de locales ruidosos, como la discoteca latina Agua de Luna, comprendemos muy bien lo que significa tener problemas en la calle todos los fines de semana. Pero, por otra parte, no podemos evitar pensar en lo emblemática que es La Paloma, con su pista de baile circular y sus palcos de madera tallada, tan bonitos y únicos.
Miro a mi alrededor. El problema más grande no me parece que sea la música del interior de la sala, que desde la calle no se oye, aunque tal vez me equivoque. El problema más grande son los corros que se forman en la puerta del local. Personas que esperan o se demoran entrando y saliendo y que, por bajito que hablen, hacen mucho ruido. Supongo, además, que estando en una calle tan estrecha, el efecto se multiplica. Para evitar esto, los trabajadores de La Paloma han contratado a unos mimos, con la cara maquillada de blanco, que te invitan amablemente a callar. Visten anoraks acolchados de color negro en los que se lee la palabra Silenci y usan bombines. Pero no llevan zapatillas de mimo ni camiseta de rayas. Tampoco caminan al estilo de los mimos. No hacen ver que palpan una pared, que viajan en autobús o que leen el periódico y les late el corazón por amor. Al contrario. Son unos mimos que hablan. "¿Pueden ir a esperar allí al fondo, por favor?", pide uno de ellos, con acento argentino, a unos chicos ecuatorianos. Pero éstos conocen sus derechos y se enfadan. "¿Para qué me tengo que callar?", grita uno. El mimo se lleva el dedo a la boca y hace: "ssssttt". Constantemente lo hacen.
Por un momento me imagino qué pasaría si en las puertas del Agua de Luna pusieran mimos. La última vez que un chico provisto de cuchillo empezó a amenazar a una chica a grito pelado en medio de la calle, hicieron falta tres coches de policía para reducirlo. No quiero imaginarme a los mimos tratando de hacerle entregar el arma. Pero La Paloma es otra cosa.
Salen las personas mayores, bien vestidas, que han venido a la sesión de baile que empezaba a las seis de la tarde y están entrando los de la sesión nocturna, más jóvenes. Hasta un millar de personas abarrotarán la sala en lo que se supone que es el último día en que abre sus puertas.
Vestido con una elegante pajarita, el chef del restaurante Hisop (un lugar en el que comí unas espectaculares acelgas con espardenyes y garbanzos) espera a unos amigos. Le saludo con la debida reverencia. Me cuenta que ha estado sirviendo cenas hasta ahora y que, una vez terminado el trabajo, ha venido a celebrar la entrada del año con todo el personal del restaurante. Ha escogido La Paloma precisamente por las amenazas de cierre. Le parece que este año es su última oportunidad, y mientras me cuenta esto, un mimo se nos acerca para que bajemos la voz.
Un muchacho paquistaní nos pregunta si sabemos dónde hay un hotel por allí cerca. Le decimos que no, pero sigue sin irse. Busca algo que no sé si es sexo, dinero o las dos cosas. Un grupo de catalanes, vestidos con traje y corbata, salen del local tambaleándose. Uno de ellos se coloca de cara a la pared, junto a una papelera. Se desabrocha la bragueta y procede a la micción. Lo curioso es que lo hace en uno de los pocos lugares iluminados de la calle. Tienen razón los trabajadores cuando dicen que llevan 103 años en la calle del Tigre. Pero supongo que los señores que venían a bailar a La Paloma hace 103 años no se levantaban la levita para orinar en la calle. Es una pena. Me pongo en la cola para entrar, quién sabe si por última vez. En la calle, una prostituta joven de piel oscura busca clientes con la misma aburrida esperanza y el mismo poco olfato que el grupo de antes, que sigue ahí, buscando un taxi libre.
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