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Reportaje:CINE DE ORO

Esclavos de un crimen racista

EL PAÍS presenta mañana, sábado, por 8,95 euros, 'Conspiración de silencio', el excelente filme de John Sturges

Jesús Mota

Es fácil inter pretar Conspiración de silencio (Bad day at Black Rock, 1954) sólo como un alegato antirracista. El guión de Millard Kauffman trabaja sobre la idea de un atroz crimen racista perpetrado en una minúscula aldea californiana. Hasta Black Rock llega un día Mac Reedy (Spencer Tracy), vestido de negro como un cuáquero, para entregar la medalla al valor que el Gobierno estadounidense ha concedido al hijo de un granjero japonés, Komako, que ha muerto en el frente. Pero el japonés Komako ha sido asesinado por la furia (¿patriótica?) de una comunidad racista, dominada por el cacique Reno Smith (magnífico Robert Ryan). Con la ayuda de dos matones (Lee Marvin y Ernest Borgnine), Smith manipula en su provecho la culpabilidad por el horrendo crimen que incuban los escasos habitantes de la aldehuela hasta que la modosa tozudez de Mac Reedy descubre el crimen, reorienta las conciencias, castiga a Smith y salda las cuentas pendientes de la comunidad con el ciudadano Komako.

Pero las excelencias de Conspiración de silencio van más lejos que la denuncia de los abusos cometidos contra la población de origen japonés durante la II Guerra Mundial. Tienen que ver, por ejemplo, con el elegante uso del Cinemascope que consiguió John Sturges, como los planos iniciales del expreso que lleva a Mac Reedy hasta Black Rock -"¡Va a parar!", exclama el estupefacto telegrafista, acostumbrado a que el tren pase de largo- o la elaborada puesta en escena, con los personajes moviéndose al compás que dicta el recién llegado. Sturges consiguió una intensa sensación de extrañamiento, como si un ser humano hubiese aterrizado por error en Marte. Mac Reedy-Tracy deambula por un microcosmos polvoriento sorteando la evidente hostilidad de los indígenas con la "imperturbable tranquilidad filosófica superior al dolor, a la tristeza, a la ansiedad y a cada asalto de la fortuna adversa" que tanto complacía a David Hume. Se comporta como un héroe educado y socarrón, vulnerable, pero terco.

Es justamente famoso el fulgurante y brutal enfrentamiento entre el manco Tracy y el matón Borgnine en la cafetería del poblacho. Tracy golpea con fría determinación a un sorprendido Borgnine, como si se sacudiera con saña el fango de la provocación. La secuencia está resuelta con la seca brillantez que en sus mejores momentos adornaba a Sturges, un director innecesariamente olvidado a pesar de que le debemos muchas horas de espléndida diversión por Duelo de titanes (Gunfight at OK Corral), El último tren de Gun Hill (The last train from Gun Hill), La gran evasión (The great scape) o Desafío en la ciudad muerta (The law and Jake Wade), entre otras. No es la única secuencia estremecedora. Sin agotarlas, merece la pena citar dos: la conversación entre Tracy y Ryan en la gasolinera, en la que afluye pausada y fatalmente el limo racista del segundo, su esquinada inseguridad; y la hermosa visita del forastero a la destruida granja de Komako. Tracy observa silencioso la desolación, mide con una piedra la profundidad del pozo, siente la muerte oculta en el paisaje mineral. Luego, sin subrayados innecesarios, corta unas flores que, como sabremos después, sólo crecen en las tumbas.

Spencer Tracy (a la derecha), en un fotograma de <i>Conspiración de silencio,</i> de John Sturges.
Spencer Tracy (a la derecha), en un fotograma de Conspiración de silencio, de John Sturges.

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