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Columna
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Hay que escoger al enemigo

Lluís Bassets

Hay un momento decisivo en el que no queda más remedio que escoger al enemigo. En los primeros arrebatos de soberbia se aspira a la superioridad absoluta que permita barrer con todo. Luego la realidad pone en su lugar a cada uno: designar a quien debe concentrar todos los esfuerzos para su liquidación se convierte en elemental para la propia supervivencia. ¡Ay de quién se equivoca de enemigo! Pero también hay que saber escoger y atraerse a los aliados, en vez de dejarse arrebatar por la ira y la prepotencia de despreciar a uno, denunciar al otro y eliminar al de más allá. Son cosas elementales que están en los manuales de autoayuda y en las ediciones de Sun Tzu para empresarios, pero que algunos de los líderes de este mundo parecen haber olvidado.

Ahora mismo hay por lo bajo cinco conflictos en marcha, tres de ellos guerras abiertas, en una culebra de tensión que conecta casi con continuidad territorial el corazón de África con el corazón de Asia. El último chispazo ha saltado en Somalia, en una región separada de la península arábiga por el golfo de Adén y las escasas millas marinas del estrecho de Bab el Mandeb. Conecta indirectamente con otra guerra, ya en la región central africana, que se libra en Darfur, en la frontera con Chad. Cuenta en ambas, entre otras cosas, la rivalidad regional entre Eritrea y Etiopía, dos países antaño unidos que todavía no han resuelto sus límites fronterizos y sueñan en despedazarse mutuamente.

Más al norte, esboza sus primeros pasos la guerra civil palestina, derivada de una guerra mayor y perenne que se remonta a la primera mitad del siglo XX entre israelíes y árabes. Luego está la guerra múltiple de Irak, un auténtico catálogo bélico: la civil, la de independencia, la terrorista y su opuesto la antiterrorista, la civil dentro de la civil... Y más allá, Asia adentro, la de Afganistán, cada vez más turbia y enmarañada, donde se juega su prestigio nada menos que la OTAN, que es como decir el sistema de defensa que ha asegurado la paz europea durante los últimos 50 años.

No hay guerra ahora, pero sí todos sus ingredientes, en la Cachemira india, donde culmina el arco violento por donde circula el islam yihadista de Al Qaeda, con vocación de unir todos los conflictos contra Estados Unidos e Israel. Circunscrita primero al Afganistán de los talibanes, cinco años después de ser desalojada de Kabul, esta organización terrorista ha extendido su marca como franquicia del terrorismo antioccidental y abre un frente en la costa africana. El número dos de Bin Laden, Ayman al-Zawahiri, se ha permitido la pasada semana llamar a las negociaciones directas entre sus guerrilleros afganos e iraquíes y Washington. Todo lo que no sea Al Qaeda fue demolido por Al Zawahiri en su intervención retransmitida por Al Yazira: Al Fatah, por supuesto, como brazo americano en Palestina; Hamás, porque cree en las elecciones y en las constituciones civiles; Irán, por su apoyo a los Gobiernos legales de Afganistán e Irak. La marca de Bin Laden quiere tomar las riendas en este rosario de conflictos y juega a extender la yihad al Cuerno de África, en otra guerra por procuración contra el enemigo americano. Cuenta con una baza paradójica: Egipto y Arabia Saudí temen más a un Irán con el arma nuclear que al propio Israel, entre otras razones porque arrebata la bandera del combate palestino de las manos sunitas de forma ya definitiva. Pero todo sopla a favor de Irán, que recoge la cosecha de los errores norteamericanos a dos manos, incluyendo la destructiva actitud de Washington ante el Tratado de No Proliferación Nuclear.

Elegir a Teherán como enemigo principal es una decisión de consecuencias difíciles de medir. No es casualidad que el Informe Baker-Hamilton, tan mal acogido por Bush, proponga negociaciones con todos, excepto con Al Qaeda. Tras el desastre de Irak, la actual crisis del Cuerno de África y la creciente amenaza de Irán, tropezamos dramáticamente con un vacío estratégico como el que llenó Georges Kennan al empezar la guerra fría. Este diplomático norteamericano escribió desde Moscú el llamado Telegrama largo, que proponía una nueva política de containment (contención) frente a la Unión Soviética, en la que se combinaba la diplomacia con la amenaza. Sus buenos resultados a la vista están: no hubo guerra nuclear y no hay Unión Soviética.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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