Una luz en medio de tanta sombra
El uruguayo Jorge Drexler fascina en la presentación de '12 segundos de oscuridad'
Haces de luz. Instantes de penumbra. Los claroscuros como metáfora de búsqueda vital. A tientas, las más de las veces. O a barrancas. Y el deseo como gran motor de todo el engranaje. Con esta batería de argumentos se presentó anoche Jorge Drexler ante un público que le aguardaba desde hacía meses, después del Oscar y demás notoriedades no siempre deseadas. Y el uruguayo se presentó a la cita con un faro que apuntaba, incesante, al patio de butacas. Cuánto se agradecen tan brillantes resplandores en estos tiempos de zozobras.
Ha vivido Drexler vientos y tempestades amorosas de diversa índole durante estos últimos años. Cuando parecía llevar una apacible existencia de hombre casado surgieron las dudas, la distancia, la separación, el pálpito renovado. Puede sucederle a cualquiera, pero él, que transpira sensibilidad por cada uno de los poros, ha sabido elevar un evento doméstico a la categoría de fenómeno artístico de primera dimensión. Convenientemente ordenadas, las canciones de 12 segundos de oscuridad permiten reconstruir los distintos episodios y avatares que han atormentado a su firmante en fechas recientes. Mucho más que una colección de melodías reunidas hasta cubrir los consabidos tres cuartos de hora, estos 12 segundos constituyen una crónica minuciosa y descarnada de alejamientos, incertidumbres, reproches, exaltaciones, redenciones y taquicardias.
Y así, descarnado, casi a calzón quitado, es el nuevo directo del uruguayo. Jorge rehúye el aplauso fácil e incluso reprende educadamente al auditorio cuando aparecen las primeras palmas. Luego se excusa con su maravillosa prosopopeya austral, pero queda claro que prefiere la concentración, la respiración contenida. Y consigue un silencio casi reverencial cuando se queda solo en escena: jugando en Guitarra y vos con los pedales para repetir sus propios sonidos o apurando hasta el último matiz de su voz en esa Milonga del moro judío ante la que sigue siendo imposible evitar los escalofríos.
Drexler es uno de esos compositores que no se cansa con el juego de la reinvención. Cuanto más antigua fuese la pieza que cantara, más transformada sonaba respecto a su equivalente discográfico. Desposeída de cualquier sustento armónico, Eco se ha convertido en pura poesía experimental, mientras que la otrora tierna Era de amar ahora finaliza en un apocalipsis ruidista. Pero hasta la esclarecedora Hermana duda resulta, apenas tres meses después de su publicación, mucho más hipnótica y cautivadora que como la conocíamos en la bandeja de lectura. Da la bendita sensación de que su creador no se puede parar quieto un solo momento. Y eso es, precisamente, lo que siempre habíamos esperado de la gente de su oficio.
Inapelable cuando se muestra a pecho descubierto, el autor de Al otro lado del río (que, por cierto, no se molestó en tocar) también ha sabido flanquearse de un equipo que en ningún caso le desmerece. El contrabajista Miguel Ángel Rodrigáñez proviene del Ensamble Nuevo Tango y es puro instinto rítmico, mientras que el cada vez más ubicuo Diego Galaz aporta el contrapeso analógico de guitarras y violines. Porque casi todas las miradas se dirigen, inevitablemente, al travieso programador Nacho Benedetti, un jovenzuelo de pelambrera ácrata al que rodean todo tipo de cables, pantallas y eso que los entendidos en la materia agrupan bajo el intrigante concepto de "periféricos". Pero Drexler consigue lo que, tal y como hoy están las cosas, se antojaba casi imposible: exprimir las posibilidades de la electrónica sin parecer petulante ni levantar dolor de cabeza. Y lo consigue gracias a que se aproxima a ella desde la curiosidad, y no desde esa especie de religiosidad binaria que a otros tantos les embarga.
Al final, sus canciones se embadurnan de un halo de misterio, de un hechizo tan cautivador como ese haz de luz que gira sin cesar desde el fondo del escenario. No tenemos a casi nadie como él. Bueno será, pues, que le reivindiquemos al margen de aquellos episodios que tanto parecen interesar a quienes nunca se tomaron la molestia de escuchar sus discos. Sólo precisamos, casi como en la canción, su guitarra y voz. Un tándem deslumbrante.
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