_
_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Dependencia

Enrique Gil Calvo

La nueva ley de protección pública a las personas dependientes debería erigirse en el buque insignia de toda la flota legal botada por el partido en el poder durante la presente legislatura. Buena prueba de ello es que se trata de una de las escasas iniciativas políticas del Gobierno (junto con la ley de la violencia de género y el nuevo consejo regulador de la televisión pública) que ha merecido alcanzar un prácticamente unánime consenso parlamentario, incluyendo para sorpresa de propios y extraños al principal partido de la oposición, por lo general tan obstruccionista e intransigente. Y es que los objetivos de esta nueva ley de dependencia son sin lugar a dudas no sólo muy necesarios en términos humanos sino además socialmente trascendentales.

Su principal objetivo directo es la protección pública de las personas dependientes, cuyo peso demográfico está destinado a crecer de forma sostenida como consecuencia de la prolongación de la longevidad, que desencadena tanto el crecimiento de la llamada cuarta edad (dado el imparable proceso de envejecimiento poblacional que alcanzará en pocos lustros el nivel más alto de toda Europa) como el fuerte aumento de la probabilidad de sufrir dependencias fisiológicas, pues el éxito en la lucha contra las enfermedades mortales ha determinado que crezcan las enfermedades crónicas y degenerativas.

El segundo gran objetivo de la ley de dependencia es la creación del llamado cuarto pilar del Estado de bienestar: una red universal de servicios sociales que en el caso español dista mucho de estar institucionalizada como tal, ya que los escasos servicios existentes están distribuidos de forma dispersa, desigual y siempre deficitaria, al ser de nivel exclusivamente local y autonómico. Éste es el principal atraso histórico de nuestro Estado de bienestar, dado lo tardío de nuestra transición a la democracia. Así, la ley de dependencia está llamada a crear y desarrollar dicha red para universalizarla y generalizarla, creando con ello de paso un nuevo mercado de servicios personales y un ingente yacimiento de empleo profesionalizado.

Finalmente, el tercer gran objetivo indirecto de la ley de la dependencia es (o debería ser) el de liberar a la gran bolsa de mujeres cuidadoras de la carga que hasta ahora soportan atendiendo a los dependientes en el seno de la familia. Es tan deficitaria nuestra red pública de apoyo que las personas dependientes han de ser cuidadas a la fuerza por sus propias familias. Lo que viene a significar, dado nuestro irredento machismo, que son cuidadas por sus esposas, sus madres, sus hijas, sus hermanas, sus sobrinas... Unas mujeres que, al estar volcadas en el cuidado de sus familiares dependientes, no pueden dedicarse a trabajar activamente, como deberían. Esto explica que todavía hoy la participación laboral femenina sea de las más bajas de Europa.

Pues bien, este último punto es el que más puede verse amenazado quizá por el desarrollo futuro de la ley de dependencia. Es verdad que también encierra otros graves peligros, entre los que destacan tres. Uno, la insuficiente financiación pública, que impone un cierto copago por los servicios contradiciendo su presunto universalismo. Dos, el sesgo privatizador que puede llegar a tener la red de servicios sociales a crear, lo que redundará en flagrantes desigualdades. Y tres, la muy difícil coordinación territorial de la red a crear, ya que las competencias en materia de servicios sociales no son estatales sino autonómicas. Pero desde luego, el riesgo más preocupante es el de la perversa profesionalización de las cuidadoras familiares que esta ley hace posible. Al igual que el famoso cheque de las madres solteras demostró generar muy graves efectos perversos, también el cheque de las cuidadoras de personas dependientes podría tenerlos. Y entre esos efectos perversos destaca el de reforzar su atadura al hogar, desincentivando su salida hacia la actividad laboral. Pues en lugar de financiar a las cuidadoras familiares lo que habría que hacer es emanciparlas, liberándolas de su carga para transferírsela a los servicios sociales.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_