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El perseguido espíritu de Conrad

Javier Marías

Creo mucho en las coincidencias, cómo no, pero no les doy la menor importancia porque la vida está llena de ellas. Es difícil, por tanto, que alguna me maraville, y a fe mía que las he visto y experimentado bien raras. Pero a ninguna he hecho más caso que dedicarle una sonrisa, ni desde luego le he atribuido elementos sobrenaturales, precisamente porque me parecen lo más natural del mundo.

Hace pocas semanas recibí de un librero de viejo un panfleto de 1932 publicado por la Mark Twain Society y escrito por la viuda de Joseph Conrad. Conrad se había casado con ella tardíamente, a los treinta y ocho años, cuando Jessie acababa de cumplir veintitrés. Eso explica seguramente (y su barba) que durante su luna de miel en la costa francesa, un joven huésped del hotel en que se alojaron y que en el comedor de mesa larga y común ocupaba asiento junto a la recién casada, se mostrara un día tras otro demasiado atento con ella, para suspicacia del escritor e incomodidad de la esposa. Hasta que por fin el francés decidió dirigirse a Conrad y, tras una reverencia, le preguntó: "Señor, ¿podría concederme el honor de cortejar a su hija?" Fue la primera vez que Jessie Conrad hubo de contener a su marido para que no se batiera en duelo al instante. Por el par de libros que escribió sobre él tras su muerte, se ve que era una mujer juiciosa, con sentido del humor, y que lo había querido mucho.

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En este raro panfleto explica que su admiración por Conan Doyle era enorme, pero que lo habría sido cabal si el creador de Sherlock Holmes no la hubiera importunado con una carta en 1929. (Es sabido, y es lástima, que a tan gran escritor, en los últimos años de su vida -murió en 1930-, le diera por el ocultismo y el espiritismo y, por lo que viene a continuación, se debiera de convertir en un plasta.) Sin haber tenido contacto previo, Conan Doyle le escribió para comunicarle que estaba seguro de que su difunto marido -Conrad había muerto en 1924- deseaba entrar en contacto con ella, y añadía que para los muertos eso no resultaba fácil sin ayuda de los vivos, ya que aquéllos seguían tan sujetos a leyes como nosotros. Según él, Conrad había visto "su oportunidad en casa de Mrs Dean" (era de suponer que una médium) y "puso su rostro en la bandeja", lo cual, dicho sea de paso, resulta un poco grimoso. Más tarde, proseguía Sir Arthur, había celebrado una sesión "con Van Reuter y su madre", los cuales no sabían nada de Conrad. Éste, a través del médium (no queda claro si era Van Reuter o la madre), había manifestado su deseo de que Conan Doyle terminase por él un libro "de historia francesa" que había dejado inconcluso. "Ninguno sabíamos de la existencia de tal libro. Tras averiguaciones, descubrí que sí lo había, pero que al parecer ya lo había terminado otra persona. Así que no hice más". Según Jessie, Sir Arthur estaba muy mal informado: no sólo a Conrad jamás lo habría tentado semejante y vago tema, sino que, sobre todo, nunca le habría pedido a nadie, ni siquiera a un insigne colega, que acabase por él una obra suya. El final de la carta era lo peor: "Tiene usted la obligación de acudir a una buena médium y darle a él la oportunidad", le decía, y le adjuntaba las direcciones de unas cuantas bien dotadas.

La viuda de Conrad añadía que otras tres personas más habían tratado de pasarle "mensajes" de su marido más adelante, los cuales se había negado a recibir en redondo. Además, el secretario de Lord Northcliffe había publicado que el autor de El corazón de las tinieblas estaba ayudando a su jefe en una tarea periodística, y que los dos llevaban trajes de franela gris y pajaritas rojas. "Mi marido fue bendecido", comenta Jessie, "con la suficiente vanidad personal como para no aventurarse a copiar el estilo indumentario de su señoría, ¡al menos en semejantes detalles!" Y una sobrina del escritor americano Stephen Crane, muerto en 1900, declaró que su tío y Conrad se habían encontrado en mitad del Atlántico pocas horas después de que falleciera éste.

Lo más que admite Jessie Conrad, en lo relativo a "fenómenos", es que a veces, a solas en su habitación, pasa muchas horas con la mente concentrada en el recuerdo de su marido, con la mirada fija en su sillón favorito. Y que durante esos instantes de intensa concentración, su contorno completo ha ocupado ese sillón. "La postura tan familiar, el juego de los rasgos bien conocidos, las manos apretadas, sí eran exactamente los que yo tan bien recuerdo. Esta visión ha durado unos segundos. No sé explicarla, ni lo intentaría, salvo que esa manifestación era para mí sola". Nada de particular, yo diría, los recuerdos son a veces muy vivos. Y al final del panfleto concluye juiciosamente: "Quisiera que se me dejara con mi creencia original de que aquellos a quienes queremos y hemos perdido descansan en paz, sin que ninguna ley los perturbe, y sin que hayan de sufrir por saber del dolor y el desasosiego de los que aún permanecemos en la tierra de los vivos".

No me queda espacio para hablar de la coincidencia, y ya me regañan aquí por escribir demasiado largo. Así que tal vez otro día.

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