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BARCELONA MUSEO SECRETO
Columna
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El Pueblo Español

El destino de los museos de reproducciones de Bilbao y de Madrid es muy extraño y muy similar, aunque los fondos del bilbaíno sean mucho más modestos. Los del museo madrileño son cuantiosos: las mejores esculturas griegas, en copias exactas, vaciadas en yeso, de las colecciones de la gliptoteca de Múnich, el Museo Británico, el Vaticano y otros grandes museos de Europa. No sé si esos fondos seguirán siendo tan cuantiosos, pues en los sucesivos traslados de sede, hasta llegar a su actual y vicario emplazamiento, en unas salas de reserva en el Museo del Traje, algunas piezas se han perdido y otras han sufrido mutilaciones, uno de los hijos de Laooconte ha escapado al abrazo letal de las serpientes, al discóbolo le han amputado el brazo, etcétera... La escayola es lo que tiene: que es muy frágil. Y es la calidad plebeya de su materia, además del hecho de que se trate precisamente de reproducciones y no de obras originales, lo que determina, supongo, que las autoridades de las dos ciudades consideren irrisorios esos fondos, pues el museo de Bilbao está "cerrado por obras" y el de Madrid permanece a la espera de una nueva sede para la que no hay planes.

¡En la era de las reproducciones, de las obras seriadas y de los clones, de la que deberían ser orgulloso estandarte, precisamente esos fondos no están a la vista! ¡Avergüenzan a sus dueños! Pero como éstos no se atreven todavía a destruir las escayolas a martillazos y echar los pedazos a la basura, no vaya a ser que en el futuro se considere que al fin y al cabo esas figuras modestas y sin mérito tenían algún valor, ahora insospechado, se guardan. Tienen adscrito a su mantenimiento un reducido pero suficiente cuerpo de funcionarios, que llevan una existencia sin duda descansada, pero melancólica. ¡Melancólico destino también el de esas prestigiosas esculturas falsas con las que aprendieron a dibujar generación tras generación de estudiantes de bellas artes -que copiaban la copia, a su vez copia de modelos humanos- y contribuyeron, con la atmósfera de falsificación, de impostura, de repetición, de réplica, de imitación, de plagio, de eco, atmósfera que el visitante respiraba naturalmente al desplazarse entre ellas, a despertar sus sospechas sobre la originalidad y el valor real de otros ámbitos y representaciones; estimulaban su lucidez. No hay escuela mejor. Salvo quizá la magnífica cueva falsa idéntica a la de Altamira, que recientemente, con las tecnologías más modernas, se construyó cerca de ésta para preservar sus pinturas prehistóricas, amenazadas por el desfile continuo de los turistas. Y salvo el Pueblo Español, que se levantó en la montaña de Montjuïc para representar ante los visitantes extranjeros de la exposición de 1929 la variedad y el esplendor de la arquitectura de nuestro país. Me parece que sólo los forasteros frecuentan esa escenografía tan singular, y los barceloneses le han dado la espalda, en parte sin duda porque el acceso al recinto cuesta siete euros, y en parte porque esa acumulación de pintoresquismos tan diversos, de trampantojos inhabitables, en los que además, como para realzar el sentimiento de irrealidad, hay bares y tiendas de chucherías más o menos artesanales, provoca en algunos espíritus una punta de angustia y en otros la impresión de un viaje lisérgico: la torre de Utebo, de estilo mudéjar, en ladrillo y cerámica, junto a la encalada Posada de las Ánimas, en Ronda, y a la vuelta de la esquina un caserío vasco y, pasadas las gradas de la catedral de Santiago de Compostela, el convento de las Clarisas de Medinaceli...

No era insólito edificar para las exposiciones universales poblados característicos de tal o cual sitio, falsas ciudades coloniales y aldeas africanas que tenían carácter efímero e inmediatamente después de celebrado el evento eran demolidas. Pero el Pueblo Español (que en principio iba a llamarse Iberiona, pero el dictador Miguel Primo de Rivera, con excelente criterio, mandó rebautizarlo) fue un proyecto hecho a conciencia, con voluntad de perdurar, se emplearon materiales sólidos. Lo idearon cuatro señores de mérito: los arquitectos Francisco Folguera y Ramón Raventós y los artistas Xavier Nogués y Miquel Utrillo. Los cuatro, a bordo de un magnífico automóvil Hispano Suiza, y bien pertrechados de lápices, cuadernos y cámaras fotográficas, recorrieron España en busca de ideas, en viajes continuos, durante dos años. Visitaron 1.600 pueblos, villas y ciudades. Desde allí enviaban postales a sus familias en Barcelona: "Salimos de Alcañiz con un calor abrasador. Vamos en mangas de camisa". "Riaza es una maravilla, qué lástima que no estéis aquí". "Llegamos a Estella. Vamos los cuatro con boina". Se lo debieron de pasar fenomenal. Vieron muchas cosas y aprendieron muchas cosas, y entonces el país era muy bonito, incluidas las carreteras. Se merecerían que les hicieran una película. Una road movie. A mí me cae especialmente simpático Utrillo por varios conceptos, entre los que mencionaré sólo éste: años antes, en 1890, estando en París con Casas y Rusiñol, mantuvo una relación amorosa con Suzanne Valadon, una modelo de la que ya se habían prendado Toulouse-Lautrec, Renoir (ella no fue culpable de que Renoir fuese tan mal pintor) y otros artistas, y que más adelante se reciclaría en pintora de mérito. El caballeroso Utrillo dio su nombre al hijo de Suzanne, un chico de padre desconocido que no le tragaba, un chico de muy mal carácter que llevaría una vida atormentada por el alcoholismo y que conoció la fama como Maurice Utrillo, gran pintor de paisajes urbanos, gran pintor de Montmartre.

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