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Columna
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De tiranos

El mal es insidioso. E inmune. Ha desaparecido Pinochet pero nos ha dejado la sensación amarga de que se ha ido por la puerta falsa. No sólo ha conseguido sustraerse a la justicia normal, sino también a la poética. Murió de muerte natural, por no decir de viejo, yéndose al otro barrio rico, intocable, cebado como un cerdo y llevándose a la tumba una conciencia que no experimentó remordimiento alguno por sus crímenes.

Antes al contrario, se los presentaba como frutos, quizá un tanto exóticos, del deber cumplido, un deber del que se sentía orgulloso. Paradojas de la vida, habrá que festejar, pues, a Pinochet como a un santo que no sólo cumplió sino que hizo de la desaparición de sus enemigos (nunca supo qué fue un adversario) una virtud cardinal, por no decir austral. Para mayor recochineo, quiso que lo incinerasen y pienso que lo hizo con el solo propósito de que sus más encarnizados enemigos le respirasen y metiesen en sus cuerpos a través del humo disuelto en la atmósfera algunos átomos de su persona.

Así pues, Pinochet se hizo al final vampiro, demostrando que el mal es insidioso y perdurable y que alcanza a todo el mundo. Confieso que, por si las moscas y los vientos, el día que quemaron a Pinochet no respiré en todo el día como tampoco había respirado antes, porque su muerte no supuso ningún alivio sino la certeza de que se sustraía definitivamente a la justicia humana. De la divina no sabemos nada porque Dios no suele hacer declaraciones a los periódicos, tal vez para que no se le judicialice.

Pues bien, ya hay un tirano menos en la Tierra. Dicen que todavía queda otro, pero a nada que contemos nos salen bastantes más y en mejor forma que el dictador bananero, digo, habanero. Ahí están en plena actividad Kim Il Sung II, el presidente de Sudán, Omar Hassan al-Bashir, el presidente de Turkmenistan, Niasov, que puede alardear de haber pasado por sus cárceles al 30% de la población (con la horrorosa peculiaridad de que al menos el 20% de los encarcelados muere), el dictador sin Estado pero que tiene bajo su bota al mundo, Bin Laden, el tirano teológico de Irán, Ahmadineyad, los cesantes Sadam Husein -juzgado y condenado por una pequeña parte de sus crímenes-, Karadzic que, de acuerdo, está en busca y captura pero que no dudaría en volver a recomenzar, o Mengistu, el asolador de Etiopía, que ha sido condenado a muerte en un juicio que ha durado 12 años pero que seguramente se sustraerá a la pena por hallarse refugiado en Zimbabue.

Más toda una caterva de aspirantes a tiranos, que irían desde los señores de la guerra tribales asiáticos (pero también algún africano) a cuantos, como ciertos caudillos populistas y demagogos sudamericanos, recortan las libertades circunstancial o constantemente por miedo a que los súbditos quieran ser ciudadanos.

No, el mundo no está del todo bien, y lo más grave es que todavía puede ir a peor. Porque nada está adquirido para siempre y el género humano tenemos la memoria corta, sobre todo y curiosamente con todo aquello que causó dolor; de lo contrario no se explica que, después de un siglo como el XX, que nació con las tiranías totalitarias y concluyó con las del Cono Sur, haya todavía dictaduras en el XXI.

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Hombre, hablando de la memoria, aquí tenemos nuestros más nuestros menos con la dichosa ley de la ídem histórica, que yo no sé si está precisamente concebida para guardarnos del Mal. Una cosa está clara, sea cuales fueran sus propósitos sólo parece estar sembrando discordia, en algunos por maximalista, en otros por minimalista.

Si les digo la verdad, no entiendo esa ley y tampoco sé si venía a cuento. Y no porque piense que haya que hacer borrón y cuenta nueva cada vez que se cierra una época, o que Franco no se mereciese lo peor, legal y políticamente hablando, sino porque es imposible recordarlo todo. Y cuando se quiere recordar todo y no se logra, no se consigue hacer justicia. Agráviese al dictador y desagráviese a las víctimas, pero prevalezca el sentido común que, por lo común, no necesita ser legislado.

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