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Columna
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La cuestión menor

Uno de los retos de las empresas gallegas es el de su internacionalización. Ni las más pequeñas pueden hacer planes si no levantan la vista del espacio inmediato y aspiran a tener un sitio, el que sea, pero alguno, en los mercados exteriores. Ninguna puede vivir sin proveedores extranjeros o clientes foráneos. Las hay también que realizan parte de su producción en otros países, buscando allí algunas ventajas que aquí no encuentran. Son las condiciones de supervivencia en el mercado mundial: moverse a su escala o conformarse con un puesto subalterno, cuando no simplemente quedarse fuera.

Ninguna de nuestras empresas importantes tiene de Pedrafita para aquí más que una parte muy pequeñita de sus clientes o proveedores. Y ellas son, en buena medida, el motor de Galicia. Hay que empujar a todas las demás a seguir la misma senda. A operar al mismo nivel. Si a ellas les va bien, ¿para qué darle vueltas? El consejo, pues, es la internacionalización. No hay más.

Pero ojo: no se confunda evidencia con facilidad. Tener clara la dirección está bien, pero no basta. Falta la determinación. La que pueden aportar las propias empresas y también la que traigan todas las demás instituciones, públicas o privadas, que tienen encomiendas de carácter social. En especial, desde mi punto de vista, una: el sistema educativo.

Vean por qué lo digo: la competencia a nivel mundial se salda hasta ahora a favor de los más cualificados. Los economistas solemos decir también que en términos de productividad. No se trata sólo de poner productos en el mercado, sino también de que éstos incorporen el mayor valor añadido, principalmente mediante la innovación aplicada a su diseño, producción o comercialización, que permita tener alguna ventaja, siquiera temporal, sobre los competidores. Conclusión: todo o mucho depende de la calidad de nuestros trabajadores, que deben ser formados de acuerdo con ese escenario.

Pero eso, hoy, el sistema educativo gallego aún no lo está haciendo. Ni siquiera por la base. Un ejemplo: el reducidísimo número de jóvenes que se manejan correctamente en inglés. Un empresario innovador afincado aquí, en Compostela, pero con negocios en medio mundo y preparándose para llegar al otro medio, me decía, precisamente, que uno de sus mayores problemas era encontrar jóvenes oficinistas que pudiesen responder las llamadas telefónicas de sus clientes que, casi siempre, se producían en inglés. O jóvenes ingenieros, capaces de mantenerse cotidianamente conectados con sus colegas de otros lugares, que también frecuentemente, por no decir siempre, se expresan en inglés. O de agentes comerciales preparados para coger el avión mañana mismo e irse al mundo en busca de nuevos clientes, que también suelen hablar en inglés.

Tan grande era su problema en esto, decía, que casi estaba dispuesto a no preguntar por el currículo de los chavales, por su titulación universitaria o cualquier otro mérito, a cambio de que hablasen inglés y fuesen, aunque sólo sea eso, un poco cultos y espabilados. ¿Se dan cuenta?

Otro ejemplo: introducimos a nuestros chavales en un sistema educativo de dimensión europea. Está muy bien. En ese contexto podremos resolver antes y mejor, entre otras, esa minusvalía lingüística. Pero atención, que ya partimos con desventaja: fuera de España, y especialmente en los países más dinámicos de Europa, adonde nuestros chicos pueden ir a estudiar o trabajar, ochenta de cada cien estudiantes pueden seguir sus clases directamente en inglés, aunque no sea esa su lengua materna ni nacional. Aquí la cosa es justo al revés. Nuestros chavales parten, pues, con mucha desventaja. Será necesario implementar medios adicionales para ayudarles a sobrepasarla cuanto antes.

Nuestras empresas, mientras tanto, se verán en dificultades para tener a alguien que coja el teléfono. Pero peor es aún que nuestros chavales, científica y tecnológicamente bien cualificados, no puedan entrar en el juego por lo que, a estas alturas, ya debería ser una cuestión menor.

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