La nueva aventura de Andrés Madrigal
ALBOROQUE, en Madrid, propone un creativo menú cerrado que cambia a diario
Después de una meritoria rehabilitación, la antigua casa palacio de los marqueses de Riscal, construida a mediados del siglo XIX, acaba de abrir sus puertas en Madrid convertida en un espacio polivalente. Lugar extraño, que respira una vaga privacidad, pero que se declara predispuesto a albergar manifestaciones culturales abiertas. Entre sus objetivos prioritarios, el aspecto gastronómico, de cuya dirección se ocupa Andrés Madrigal, cocinero de valía cuya trayectoria profesional ha estado marcada por periodos llamativos y desapariciones erráticas.
En Alboroque vuelve a la actualidad con mayor madurez, pero con su estilo de siempre. Esgrimiendo recetas dietéticas y moderadamente creativas en las que saca a relucir su debilidad por las hierbas aromáticas, su propensión hacia lo ácido y su entusiasmo por las tapas. Cada día diseña un menú de cinco o seis miniplatos y dos postres escuetos, única oferta de la casa. Propuestas que cambian, se presentan en vajillas de diseño y el comensal debe aceptar de manera obligada. Algo parecido a aquellos menús que ofrecía en su clausurado Azul Profundo de la plaza de Chueca, no aconsejables para glotones.
ALBOROQUE
Atocha, 34. Madrid. Teléfono 913 89 65 70. Cierra sábados al mediodía y domingos. Menú único, 75 euros (IVA y vinos aparte).
Pan ... 6,5
Café ... 9
Bodega ... 7,5
Ambiente ... 7
Aseos ... 5,5
Servicio ... 7,5
En el repertorio, ciertas novedades junto a esas especialidades que siempre le acompañan. Platos icono, algunos de raíces distantes (chutneys, cuscús, humus), que suele intercalar a capricho. Resulta chispeante su helado de boquerones en vinagre con pepinillos; divertida su versión deconstruida de la tortillita de camarones, y bastante fina la ostra escalfada en caldo de soja con un perfumado helado de bergamota. No entusiasma, en cambio, la versión de la ensaladilla rusa con angulas, vieiras y pasta wasabi, demasiado barroca. Aunque Madrigal controla los puntos de los pescados, no siempre convence con las guarniciones. Acierta con la lubina con almejas y cuscús, y se equivoca con un yodado rodaballo que acompaña de una densa crema de mariscos excesivamente concentrada. Es magnífico el cochinillo con chutney de piña; graciosa la hamburguesita de pato a la trufa negra, y descompensada la suculenta carrillera de ibérico, que no armoniza con el velo de torta del Casar que la recubre.
UN CAFÉ SENSACIONAL
DESDE LA CALLE, ningún rótulo comercial ayuda a reconocer Alboroque. Tan sólo una placa discreta junto al portón de entrada deja al descubierto el paso de carruajes de este caserón decimonónico. Dentro, a derecha e izquierda, puertas, escaleras y estancias irregularmente repartidas. Espacios que giran en torno al vistoso patio central donde antaño se ubicaban las caballerizas. Lugares que actúan como reservados sin ser ésa su función exacta; una sala destinada a reuniones y escuela de cocina que puede desempeñar otros cometidos, además de incluir una cava con botellas, y, enfrente, la cocina propiamente dicha con una mesa exclusiva para pocos comensales.Al fondo, el comedor del restaurante, que recuerda una galería de arte y puede albergar hasta 20 comensales en cada planta. Todo bastante complicado de entender porque su aplicación final todavía no está clara. En su interiorismo, una mezcla de tradición y diseño que se hace compatible con un sutil desenfado, como ratifica el comedor, algo ruidoso, con presencia de cristalerías de firma y una cubertería de diseño sobre mesas desprovistas de manteles.Con los postres, Madrigal reconfirma su estilo. Es espectacular su versión de la crème brûlée a la trufa negra con helado de vainilla; refinadísima la sopa de chocolate con helado de idiazábal, y más que elegante su surtido de tres chocolates. En la lista de vinos se aprecia criterio y un esfuerzo por estar al día. El pan da la talla, y el café, sensacional, es de los que no se encuentran.
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