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Columna
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'Movidesque'

Vicente Molina Foix

El adjetivo existe. Recuerdo haberlo visto por primera vez en la revista Le Nouvel Observateur, donde me hizo reír. Pero corrió el tiempo -hablo de la segunda mitad de los pasados años ochenta- y la palabra movidesque se volvió usual para calificar un espíritu deslizante y canalla que los franceses venían a encontrar a Madrid, a veces en viajes organizados. Una pequeña agencia de viajes parisiense tenía entre sus ofertas un "Parcours de la movidà", que dos amigos míos contrataron, y el trayecto consistía básicamente en hospedarse en el hoy cerrado hotel Mónaco de la calle de Barbieri, visitar (con consumición incluida) el Ras y El Sol, tomarse un pincho en La Bobia después de ir al Rastro el domingo y la promesa de ver a Almodóvar en carne y hueso en el Salón España de la calle de las Infantas, quizá el bar de copas más divertido que yo recuerde de aquellos años; mis amigos no vieron al director que admiraban, pero sí a Paloma Chamorro jugando al futbolín en la planta baja del bar, en un duelo contra dos conocidos novelistas, uno mayor, otro joven, que allí solían retar balompédicamente todas las noches a macarras, travestis y otra beautiful people de la canción y el diseño. Digo en descargo del castigado gremio literario que los escritores ganaban casi siempre las partidas.

Ahora se conmemora, sin efemérides especial que yo sepa, la movida, y la Comunidad ha echado la casa por la ventana. Tres magnas exposiciones, simposios en el anfiteatro del Colegio de Médicos, lugar que juzgo de lo más apropiado para algunas de las personalidades convocadas, y -¡la promiscuidad no es lo que era!- mesas redondas de gente joven y gente talluda por separado. En los periódicos se evoca la ruta o parcours de lo que aún queda, y el otro día hube de acompañar a un amigo fotógrafo que tenía dos años cuando entonces a la calle del Padre Xifré, donde estaba el Rock-Ola, y a pesar de la fea fachada del local substitutorio, un supermercado Dia, mi joven amigo disparó un carrete con el mismo tesón que los pintores de finales del XVIII dibujaban las ruinas de Pompeya o los torsos despedazados del Partenón.

Pero no voy a entonar aquí el Ubi sunt? de los clásicos, pues más o menos todo el mundo sabe dónde están las personas y los lugares más destacados de aquella época no sé si mítica o mitificada. Unos muertos, otros cerrados, y un puñado de valerosos haciendo lo mismo que entonces (coser, cantar, pintar, filmar) con ganas y canas. Cuando escribo este artículo se ha inaugurado en Alcalá, 31, la primera de las exposiciones, la de artes plásticas, comisariada por Blanca Sánchez, que es excelente, llena de buena pintura nada efímera y con un montaje inventivo y auténticamente movidesco del pintor Sigfrido Martín-Begué, que también figura con sus cuadros en la muestra.

Sin embargo, lo más llamativo de toda esta re-movida es el papel absolutamente preponderante que la política, la más miserable política electoralista, desempeña en los fastos. Sirviéndose de su consejero de Las Artes Santiago Fisas (cuya entrevista al alimón en El Mundo con Fabio de Miguel, alias Fanny McNamara, merece pasar a la historia de los duetos de la copla cómica), Esperanza Aguirre, a quien cada día vemos chupar plano por cualquier motivo, intenta con esta costosa iniciativa presentarse ante la juventud como adalid de aquel espíritu de la progresía ochentera. Ahora bien, ¿ubi estaba Esperanza en los días de la movida? En 1983, año del estreno de Entre tinieblas, Aguirre era ya concejal del Ayuntamiento de Madrid, pasando después en sucesivas etapas por otras concejalías y tenedurías bajo diversas siglas, Coalición Popular, Alianza Popular, Partido Popular; se advierte la vocación pop de la condesa consorte, The People's Countess en el apelativo que le podría sacar Tony Blair. Me dicen los más golfos y los más memoriosos que a Esperanza no se la solía ver en ninguno de los parcours de la movidà, pero hay algo peor. Quien ahora pretende investirse del manto del aperturismo y la modernez era concejal de Cultura y teniente de alcalde de Álvarez del Manzano en los años del tristemente célebre concejal Matanzo. Este siniestro personaje, hoy remoto para la mayoría, se dedicó todo lo que pudo a cerrar bares de copas, a desmantelar mercadillos de artesanía, a clausurar el subversivo teatro Alfil. Esto último fue una causa célebre en su día, y mientras otro de los concejales, Pedro Ortiz, se enfrentó dentro del equipo de Manzano al tal Matanzo, yendo en solidaridad con el Alfil a la función satírica que allí se daba, Cabaret castizo, Esperanza no dijo ni mu. Debía estar ya entonces devanándose los sesos para llegar a fin de mes.

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