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Columna
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Ya puedo morirme

Otro edil de Bilbao, mucho más ilustre que yo, don Indalecio Prieto, tuvo que morirse y que pasaran muchos años para que alguna de las cosas que proyectó, como el túnel de Artxanda, acabaran haciéndose. Muchísimo más modesto, yo soñaba con que un día se le diera una ubicación digna a la exposición de reproducciones escultóricas que estaban en los bajos de las escuelas de San Francisco. Y, sin necesidad de morirme, ya se ha hecho.

Mi cariño por esa colección se inició muy lejos de aquí, cuando el director de un lugar de cuyo nombre no quiero acordarme casi me obligó a que estudiara una carrera si quería tener tantos libros como tenía en mi lujosa celda. Me puse a estudiar Historia, y en el manual de los dos cursos de la de Arte se hacían frecuentes menciones a las esculturas más emblemáticas con la siguiente coletilla: "existe una excelente copia en el museo de Bilbao". Uno, que a pesar de su inmensa ignorancia creía conocer el Museo de Bellas Artes, el de toda la vida, podía jurar que no había visto en aquellos pasillos el Auriga de Delfos ni el David de Miguel Ángel y me sentía intrigado por este hecho sin esclarecer, que sin duda alguna tenia que resolver cuando me dejaran salir.

Así estuve hasta que se murió el que tenía que morirse y, todavía en la clandestinidad, mi señora me indicó que esas obras no estaban en el museo del parque, sino en unos bajos de las escuelas de la plaza del Corazón de María. Y allí fuimos. Aunque el lugar no era una maravilla y los techos parecían cernirse amenazantes sobre las obras más grandes y la sensación era de abigarramiento, no era un museo muerto, había mucha vida. Manu, un señor mayor vuelto de Rusia, enseñaba dibujo a un buen grupo de niños, un auténtico lujo no sólo por los modelos que usaban, sino también por la valía del profesor.

Pero lo grande de esa colección era poder ver en un tamaño similar al original las más famosas esculturas, apreciar directamente, no en una foto, sus sombras, sus relieves, su ritmo, su proporción, todos esos aspectos, desde los diferentes sitios donde te colocaras para admirarlas. Y, además, poder verlas en un continuo; primero las hieráticas de los relieves asirios, luego las estatuas de Egipto, hasta llegar al momento del hombre como canon de belleza y medida de todas las cosas, al clasicismo ateniense, griego, romano, y al del renacimiento. Todo un lujo poder darse cuenta en diez minutos de la evolución de la escultura.

Pero el lugar no era el que se merecían tales obras. Ya nadie tiene por qué acordarse de que hice una acto electoral en aquel lugar intentando que se le conociera un poco. Apuraba mis últimos momentos en el Ayuntamiento cuando se abrió la posibilidad de ubicarlas en la iglesia del Corazón de María. El solar estaba pensado para hacer unas pocas viviendas, pero parecía mejor darle este fin cultural alternativo, que permitiera sobrevivir a este ejemplo del neogótico reciente y abriera la exposición al resto de los bilbaínos y visitantes de un barrio que muy duramente intenta librarse de la marginación. Se aceptó esta afortunada propuesta y a la vista está que se ha hecho. Pero no todo es positivo.

Todo ha quedado muy bien, digno y bonito, pero un poco con complejo de relumbrón. No hay más que ver cómo está organizado desde la puerta, con la Victoria de Samotracia anunciando un poco fanfarronamente dónde se entra, sugiriéndose que se ha querido más ofrecer un espacio llamativamente bello, una iglesia recuperada con bastantes estatuas, que ser fieles al principio de la colección: su naturaleza fundamentalmente didáctica. Se ha preferido lo kitsch. Los originales bien sabemos que están repartidos por medio mundo, lo bueno de estas esculturas era el conjunto, la posibilidad de apreciar la historia de la escultura en muy pocos metros. Pero el muevo recinto no ofrece -de momento, esperemos- todos sus fondos de escultura preclásica y algunas de las clásicas, entre ellas las reproducciones de los frisos del Partenón.

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Esperemos que se respete la razón de esta colección y el museo no se convierta en un mero bibelot de la ciudad y en escarnio para el entorno que lo rodea.

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