Promotor y alcalde
¿Cuáles son las causas de esa gangrena creciente que es la corrupción urbanística municipal, de tal magnitud que hasta el mismísimo presidente ruso, Vladimir Putin, se ha permitido el lujo de utilizarla públicamente en las cumbres europeas para sacarse de encima la acusación de corrupción a su Gobierno? ¿Será el resultado inevitable de haber transferido las competencias urbanísticas a los Ayuntamientos? Si es así, ¿no sería conveniente sacárselas y devolvérselas al Estado? Eso es lo que sugieren algunos analistas que, aprovechando la corrupción, quieren iniciar un viaje de vuelta en la distribución de competencias que hizo la Constitución. Pero no estoy seguro de que esa conclusión sea el resultado de un buen análisis de las causas de la corrupción municipal.
Imagine que vive en un país en el que el ministro de Industria es, a la vez, el presidente de una de las principales empresas industriales que él regula, o que la ministra de Vivienda es, a la vez, consejera delegada de una empresa de promoción inmobiliaria, beneficiada por sus propias decisiones; o, que un inspector fiscal es el asesor de la empresa a la que tiene que investigar. ¿Qué diría si le preguntasen su opinión sobre estas situaciones? ¿Como reaccionaría en su condición de ciudadano?
Seguramente pensaría que es inadmisible, impropio de un estado de derecho. Que eso sólo ocurre en un país bananero, donde lo público se confunde con lo privado. O, más bien, donde no existe frontera entre esos dos espacios. Seguramente, como ciudadano exigente, pediría la dimisión de los políticos implicados, a la vez que apoyaría el establecimiento de unas reglas claras de incompatibilidad que impidan el desarrollar a la vez las funciones de regulador y regulado.
Imagine ahora que el alcalde de una ciudad de un país cualquiera, o el teniente de alcalde encargado del urbanismo, es, a la vez, promotor inmobiliario con interés en unos terrenos que él mismo, como alcalde, puede recalificar. Lo lógico sería suponer que existen unas reglas claras de incompatibilidad que impiden esa duplicación de funciones, el ser juez y parte a la vez.
En este caso no estamos hablando de ningún país bananero, sino de nuestro país. Parece sorprendente, pero así es. Hemos aceptado, sin cuestionarlo, que el zorro pueda ser el encargado de cuidar a las gallinas.
Naturalmente, no estoy sugiriendo que todos los alcaldes que son a la vez promotores sean unos corruptos. Ni tampoco que la única causa de la corrupción municipal sea esa identificación entre intereses privados y público. Hay otras, como el hecho de que el urbanismo sea una de las fuentes de financiación de los ayuntamientos. Pero esa asociación entre promotor y alcalde nos pone en la pista de algo esencial, algo que es la madre de la corrupción urbanística: la ausencia de las más mínimas normas legales que impidan la colusión en este ámbito entre intereses privados e intereses generales. Esta ausencia de reglas de incompatibilidad es la que ha favorecido una cierta berlusconización de la vida política municipal española.
Las consecuencias de este vacío legal no fueron muy graves mientras no hubo campo para otra cosa que no fuese alguna pequeña alcaldada relacionada con alguna recalificación menor, contrato de obra o suministro. Pero las cosas cambiaron a finales de la década de 1990, cuando coincidieron dos hechos diferentes que facilitaron la corrupción que ahora vemos.
Se trata, por un lado, de la sentencia del año 1997 del Tribunal Constitucional, que, a petición de varias comunidades autónomas, incluida la Generalitat, anuló prácticamente -declarándola inconstitucional- la ley de 1990 sobre Reforma del Régimen Urbanístico y Valoraciones de Suelo. Esa sentencia dejó en manos de los ayuntamientos amplias competencias urbanísticas. Por otro lado, el cambio de la peseta por el euro hizo que la demanda de segundas viviendas en España se disparase, tanto por parte de españoles (como consecuencia de la espectacular caída del precio del dinero), como de los europeos (consecuencia de la desaparición del riesgo de tipo de cambio).
Todo estaba preparado para que surgiese la gran corrupción. Primero, existía demanda de recalificación de suelo para atender a la fuerte demanda de segundas viviendas. Segundo, los ayuntamientos tenían amplias competencias para recalificar suelo de forma bastante discrecional, y sin mucha transparencia pública. Y, tercero, prácticamente no había ningún tipo de regla de incompatibilidad que impidiese al zorro encargarse de las gallinas. Y la corrupción surgió.
Para algunos, como he dicho al principio, esa corrupción es un resultado lógico de la proximidad que existe entre el que tiene interés en recalificar y el que tiene la capacidad de hacerlo. Parece responder a lo que predice la teoría de la captura del regulador (alcalde) por el regulado (promotor), que manejan los economistas. La solución, desde ese punto de vista, es poner distancia por medio, sacar las competencias a los ayuntamientos y devolverlas a Madrid, al Gobierno del Estado, deshaciendo el entuerto creado por el Tribunal Constitucional en la sentencia mencionada.
Pero no creo que eso sea la consecuencia de un buen análisis. Porque, vamos a ver, si la solución fuese sólo poner distancia por medio, ¿por qué no llevar las competencias a Bruselas en vez de a Madrid? De hecho, muchos valencianos han recurrido ya a las autoridades comunitarias para tratar de anular los desaguisados urbanísticos de la Generalitat valenciana.
La solución pasa por dos tipos de acciones, ambas necesarias. En primer lugar, diseñar un sistema de incompatibilidades que impidan a las autoridades ser juez y parte en materia urbanística, así como un sistema de controles, tal como existe ya para los políticos y altos funcionarios del Estado. En segundo lugar, hay que exigir total transparencia al ejercicio del monopolio municipal sobre los usos del suelo, dando a los ciudadanos los instrumentos legales para obligar por ley a que las autoridades municipales aporten, en tiempo y forma, toda la información que se les reclame sobre el planeamiento urbanístico.
Se trata, en definitiva, de eliminar las causas de la berlusconización de la vida municipal, no de vaciar de competencias urbanísticas a los ayuntamientos.
Antón Costas es catedrático de Política Económica de la Universidad de Barcelona.
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