Como siempre, como nunca
Como Maria João Pires anda siempre enredada con proyectos casi imposibles -últimamente con Impressões d'Arte, mezclando teatro, danza y música- o a veces se presenta casi sin avisar, el solo anuncio de su nombre con tiempo por delante crea ese runrún previo que sólo se reserva a los grandes de verdad. Ella, con ese cuerpecito mínimo y esa gracia de jovencita que luce todavía para vestirse como le da la gana, lo es a carta cabal y a su reclamo se acude porque allí, por encima de cualquier cosa, va a reinar la música. Pero también porque siempre hay que saber "cómo está la Pires", esa artista para la que Madrid reserva un hueco muy especial en su corazón filarmónico.
Y la Pires está como siempre y como nunca. Como siempre porque sigue atesorando esa naturalidad que le otorga el dominio técnico sin preocupación por otra cosa que no sea decir lo que piensa. Y como nunca porque da la sensación de que ese pensamiento se ha hecho muy hondo sin dejar de volar, ha ganado en voz, en energía.
Seguramente es la madurez pero también una suerte de voluntad decidida a que todavía la experiencia no atempere la pasión. Consecuencia también, seguramente, de que esta pianista ya de leyenda prefiera complicarse la vida y luchar por unas cuantas cosas a dedicarse sólo a dar conciertos. En su Cuarto de Beethoven hubo fuerza para dar y tomar y un momento de absoluto fulgor: la cadencia del primer movimiento, una especie de aquí estoy yo por si aún quedara alguna duda. El éxito fue mayúsculo y tanto la pianista como el director se equivocaron al dar una propia innecesaria de esas que no se escuchan con interés, que descuadran la atención porque uno está todavía en otra cosa.
El maestro era Emmanuel Krivine, serio, sólido, con muy buen criterio, un acompañante que es un seguro de vida y un artista que si midiera diez centímetros más -la noche, como se ve, era de los bajitos- gozaría seguramente de mejor respaldo mediático. Estaba al frente de una de las mejores orquestas del mundo: la de Cámara de Europa. Un bombón del que Krivine supo resaltar la limpidez de su sonido mientras ordenaba muy bien un par de piezas bien distintas.
Para abrir boca la Obertura de El cazador furtivo, de Weber, con los trompas gustándose sin rebozo. Y, para cerrar el concierto, una Segunda de Brahms bien planteada, serena y un puntito falta de afirmación romántica pero clara y bien aireada, como lo permitía una orquesta de esas a las que -por calidad y tamaño- se les oye absolutamente todo.
Babelia
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