Clases de lengua
Los colegiales andaluces de ambos sexos entienden todavía lo que se les dice, según unas pruebas-sorpresa a las que han sido sometidos por las autoridades educativas. Si en enseñanza primaria alcanzan un nivel notable de comprensión lingüística, en secundaria superan el aprobado por los pelos. Parece que, al crecer, pierden capacidad de entendimiento. Yo me he acordado de aquel personaje de novela americana que, después de fugarse por el río Misisipí en compañía de un negro esclavo, se quejaba desconsoladamente de su forzoso regreso al mundo adulto: I can't stand it. No puedo soportarlo, no lo aguanto, decía. Huckleberry Finn huía de un padre borracho brutal y de una profesora tan estupenda y educada y afectuosa que le resultaba insoportable. (Y hay una canción de Lou Reed, de 1972, tan vieja que suena a nueva: "Nadie me llama por teléfono y, cuando las cosas empiezan a ponerse feas, pongo la música más alta. No aguanto más").
Las autoridades educativas aún no han publicado datos sobre la influencia de la situación sociocultural de los alumnos en sus niveles de conocimiento. Saber lengua y matemáticas también depende de cómo viven los aprendices, en qué circunstancias. Las circunstancias tienen la culpa de casi todo. Así que, eliminadas las circunstancias, todo se soluciona, o eso decía el novelista ingeniero Juan Benet. En nuestras escuelas se finge que las circunstancias importan mucho, pero se las desprecia. Y, aunque el sistema escolar quiere adaptarse a las circunstancias particulares de los alumnos, olvida la realidad, que exige que sus habitantes se adapten a las circunstancias generales para sobrevivir.
El Informe Pisa sobre la educación en los países ricos o de clase media fue claro: no importa a la hora de ver los resultados de la educación si el colegio es público o privado, sino la situación económica y cultural de las familias de los alumnos. Y no se trata de un problema individual: la media del colegio pesa más que la situación aislada de cada uno de sus alumnos. Álvaro Marchesi señalaba ayer en este periódico otros factores que mejoran los resultados escolares: el ambiente de estudio, las expectativas de los profesores y alumnos sobre sus posibilidades educativas.
Con la ilusión de interesar al alumno en su mundo inmediato y no darle la lata con delicadezas culturales, la enseñanza pública ha caído en la Autoestima. Hay gente convencida de que son naturales las limitaciones socioculturales impuestas por situaciones históricas de dominio. Los pobres merecen una educación distinta de la de los ricos, piensan en la práctica muchos pedagogos modernos. Lo veo en el caso de la enseñanza de la lengua: el lógico respeto a cómo se habla en la familia y en el barrio ha servido para no enseñar a los alumnos cómo usar la voz en todas sus posibilidades, cómo expresar ideas con precisión y claridad. Ampliar nuestro lenguaje es ampliar nuestro mundo. Los alumnos deberían salir del colegio con la capacidad de ajustar su lengua a las reuniones familiares, amistosas, profesionales y administrativas, según les convenga.
El mundo es un poco más grande que nuestro mundo más próximo, y los maestros quizá tendrían que recordarles a sus alumnos un verso de Bertolt Brecht: Estudia, estás llamado a ser un dirigente. El cuento de la Autoestima dice que todos estamos bien como estamos: nuestro lugar es perfecto, el que nos corresponde por estamento social, como en la Edad Media. Y la Autoestima nos condena a repetir y reproducir gustosamente, desde los cuatro o cinco años, todas las limitaciones que impuso a los nuestros el sometimiento económico y el aislamiento geográfico y cultural. Yo, contra la Autoestima, creo que los niños deberían aprender cuanto antes, para elegir su vida, que existe la división de las lenguas, de los modos de hablar y gesticular, es decir, la división de la sociedad y los salarios. Existe la guerra de clases. Los profesores deberían tener la heroica ambición de educar a sus alumnos para que no se sientan derrotados de antemano.
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