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EL DESCRÉDITO DE LA DEMOCRACIA / 4
Columna
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Los posmodernos y el 'egocasting'

La causa principal de la descalificación de la democracia es el rechazo de la política como actividad básica para el buen funcionamiento de las sociedades. Por ello, la renacida pujanza de la extrema derecha, el imperio de la corrupción y sus tramas, de que me he ocupado en anteriores columnas y, sobre todo, el sistemático desmontaje intelectual de que la política ha sido objeto con la utilización de la tesis de la postmodernidad, han fragilizado su existencia y legitimidad. Pronto hará dos siglos que andamos a vueltas con las propuestas de la Ilustración, como modelo para nuestra convivencia colectiva. Modelo que tuvo como emblema a la categoría de la modernidad, nacida de la mano Baudelaire en el campo de la estética y retomada por Max Weber en el de la reflexión teórica, que la caracterizó como la fragmentación del espacio de la razón en tres esferas autónomas, la de la razón, la de la moralidad y la del arte. Cada una de ellas debe confiarse a los expertos, lo que hará posible el desarrollo de la racionalidad cognitivo-instrumental, de la moral práctica y del ámbito estético-expresivo. La liberación conjunta de las potencialidades de estos tres dominios es la palanca para la emancipación, para el progreso moral y el enriquecimiento de la vida cotidiana. En breve, la paz y la armonía de los pueblos y la felicidad de los seres humanos. Este optimismo ingenuo y bien intencionado murió en el siglo XX. El tiro de gracia se lo dio, o se lo quiso dar la ideología posmoderna.

François Lyotard publicó en 1979 La Condición Posmoderna que presentaba la posmodernidad como hija de una sociedad que había superado la fase industrial y había hecho del conocimiento la principal fuerza productiva. Las grandes explicaciones globales habían perdido toda potencia cognitiva y se había reducido a juegos de lenguaje, a metanarraciones, cuyo criterio de validez no era el de la verdad sino el de la performatividad, el de su capacidad para producir efectos. Este desenraizamiento de los grandes relatos los hacía muy obsolentes: el marxismo histórico, el socialismo clásico, la redención cristiana, el espíritu hegeliano, el racismo nazi, obviamente el progreso de la Ilustración no estaban destinadas a una desaparición rápida. Con una excepción el capitalismo. Lyotard que provenía del izquierdismo revolucionario de Socialismo y Barbarie, y había transitado por Poder Obrero, acabó anclando su reflexión en vagorosas consideraciones cosmofisicas sobre la potencia configuradora de la energía que había conferido al capitalismo su superioridad sobre los otros sistemas económicos. Esta fábula posmoderna que sustituye en el capitalismo el trabajo por la energía se convierte en el relato fundamental del siglo XX. En él no caben los planteamientos revolucionarios porque no cabe la política, no caben los grandes movimientos sociales, sólo cabe el individuo en los escenarios que él se ha construido para su exhibición, su único cumplimiento posible. En septiembre de 1980, en la recepción del Premio Theodor Adorno que le había concedido la ciudad de Frankfurt, Jürgen Habermas pronunció un discurso La modernidad, un proyecto inacabado que supuso, a pesar de la consideración crítica del autor, el gran lanzamiento de la problemática posmoderna, gracias a la notoriedad de que gozaba el autor. Al llegar un año después que La Condición Postmoderna, fue considerado como una reacción al mismo y al furor debelador que lo habitaba.

En realidad Habermas partía de la perdida de vigor de la modernidad estética y del envejecimiento de las vanguardias, pero se negaba a atribuir a esos hechos el arrumbamiento del mensaje de la ilustración, que provenía de las exigencias de la modernización capitalista. Tres grupos conservadores se oponían, según él, al Proyecto de la modernidad que estaba aún por realizar: los jóvenes con su antimodernismo que se pronunciaban contra toda racionalización impuesta, en línea con el pensamiento que va de Bataille a Foucault; el premodernismo de los conservadores viejos que apelaban a una ética cosmológica entroncada en Leo Strauss y en su filiación aristotélica; y el postmodernismo de los neoconservadores que resucitó la concepción amigo/enemigo de Karl Schmitt, negadora de la política, exaltadora del individuo que volvería a levantar la cabeza gracias a los neocons y a su culto al líder y a la fuerza.

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