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Columna
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No al radicalismo, sí al centrismo

El resultado de la victoria demócrata, el 7 de noviembre, representa algo más que una humillación para George W. Bush por la desastrosa gestión de la guerra en Irak, como algunos pretenden resaltar para arrimar el ascua a su sardina. Significa, en mi opinión, algo más importante: la derrota de una forma de hacer política totalmente ajena a la tradición democrática y constitucional americana, una política que en Estados Unidos se ha llegado incluso a calificar de un-American o contraria al espíritu del país. Decía Sinclair Lewis, el primer Nobel de Literatura estadounidense, que si la extrema derecha alcanzaba alguna vez el poder en Washington llegaría "envuelta en la bandera y enarbolando la cruz". Y eso es, precisamente, lo que ha hecho Bush, especialmente a partir del trauma del 11-S, sostenido ideológicamente por la doctrina de la arrogancia imperial de los neocons en política exterior y por los teócratas evangélicos en asuntos domésticos.

Una contundente victoria en la primera guerra del Golfo no impidió la derrota de Bush padre en 1992 a manos de Bill Clinton por aquello de "¡Es la economía, estúpido!", es decir, problemas internos. Y, una estabilización de la situación en Irak tras el derrocamiento de Sadam Husein -digo estabilización y no el sueño irrealizable de una democracia constitucional irradiando sus benéficos efectos a todo el Medio Oriente al que aspiraban los ideólogos del neoconservadurismo, curiosamente casi todos antiguos militantes demócratas-, posiblemente no habría podido impedir tampoco una derrota republicana, aunque fuera menos contundente. Tenía razón el legendario speaker demócrata de la Cámara de Representantes, Thomas O'Neill, cuando afirmaba que, en política, "al final, todo se reduce a cuestiones domésticas". Especialmente en un país como Estados Unidos, donde los candidatos al Congreso atienden, a través de un complejo engranaje de selección a nivel de base, cribado luego en las primarias, primero al interés de sus votantes y, luego, si no son contradictorios, al del partido. No son simples robots como en las Cámaras europeas, salvo en el Reino Unido -que se lo pregunten a Tony Blair-, donde se limitan a seguir las instrucciones del portavoz de su grupo parlamentario. Por eso, por la oposición de una parte de sus propios congresistas y senadores, Bush no ha podido llevar a cabo una parte importante de sus proyectos legislativos, desde la reforma de las pensiones a la apertura de la reserva natural del Ártico a las petroleras.

Bush ha perdido por la sensación de engaño e incompetencia de su Administración que percibía la ciudadanía, desde el caos en Irak a la catastrófica gestión del Katrina, pasando por los casos de corrupción de varios congresistas y coronado por el escándalo de Mark Foley, el legislador de Florida que pretendía abusar de los becarios de la Cámara. Y todo ese cóctel de escándalos, corrupción y nepotismo bajo una de las Administraciones con más poder en la historia bicentenaria del país, que había prometido devolver la ética y la dignidad a Washington y había hecho bandera de la defensa de los valores morales.

La semana pasada el pueblo americano, no sólo rechazó de forma contundente los extremismos al pronunciarse claramente por una política centrista de diálogo y colaboración entre demócratas y republicanos para hacer frente a los grandes problemas del país, sino que, indirectamente, le hizo un favor al partido republicano. Porque el partido de Lincoln, Thedore Roosevelt y Eisenhower tendrá que volver a sus raíces moderadas tradicionales, que le permitieron ganar la mayoría de las elecciones presidenciales del siglo XX, y abandonar los extremismos de los neocons, si quiere mantener la Presidencia en su poder dentro de dos años. Ese republicanismo tradicional, esa vuelta a los orígenes del partido, ya tiene representantes dispuestos a iniciar la carrera para las primarias. El senador John McCain y el ex alcalde de Nueva York, Rudolph Giuliani, son, dentro del republicanismo, justo el reverso de los Cheneys, Rumsfelds y compañía. El radicalismo neoconservador ha supuesto un experimento fallido por ser extraño a la tradición americana. Y, como decía, Eugenio d'Ors, "los experimentos, con gaseosa y no con champán". En cuanto a los demócratas, ese mensaje a favor del entendimiento entre Legislativo y Ejecutivo lanzado por los votantes también va dirigido a ellos. Cualquier intento de iniciar una caza de brujas republicanas les costaría la Casa Blanca en 2008. Así lo ha entendido su más famosa estrella, la senadora Hillary Clinton, cuyos discursos en el Senado son tan centristas como los de cualquier republicano moderado.

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