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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Pocas y malas opciones

Ha necesitado el presidente Bush tres años, un callejón sin salida sobre el terreno y la toma del Congreso por sus rivales demócratas para darse cuenta de que la guerra de Irak es inseparable de su contexto regional. La idea de Washington ahora, todavía con sordina, es cómo implicar a Irán y Siria en su estabilización. Aunque no haya ninguna garantía de que uno u otro gobierno quieran hacerlo de buena fe -a la postre, la progresiva debacle estadounidense los refuerza- o que, en última instancia, su eventual cooperación en Irak fuera a servir para alterar decisivamente una dinámica de terror que ha adquirido una masa crítica expresada en la insoportable cifra de muertes diarias.

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La conflictiva participación de Irán y Siria -Teherán quiere la dominación chií de Irak, Damasco aspira al resurgir suní- es uno de los ejes del todavía no nato informe de la Comisión Baker, que intenta proporcionar a Bush una salida digna del atolladero en el último tramo de su presidencia. De esa ampliación en los actores y en los frentes (Palestina, Líbano) habló precisamente ayer a la Comisión Tony Blair, el otro gran damnificado, también en el último suspiro de su poder. Washington, en la inveterada arrogancia mantenida hasta el brusco despertar electoral de la semana pasada, ha considerado Irak como un tubo de ensayo aislado de las circunstancias exteriores. Los acontecimientos han mostrado la gravedad de su error. El país árabe ocupado se ha convertido en campo de ensayo de todos los fanatismos e irredentismos que convergen en Oriente Medio, mezcla de conflicto religioso, tribal y sectario, presidido por un Gobierno incapaz y tan fragmentado como el propio escenario sobre el que opera.

Ese amplio esfuerzo estratégico regional que Washington debe promover en opinión de la Comisión Baker, asumiendo que ninguno de sus vecinos tiene nada que ganar con la implosión de Irak, es sólo una de las piezas del rompecabezas. Otra, imprescindible, es un acuerdo mínimo entre las varias facciones que pugnan por el poder que obligue a chiíes, suníes y kurdos a contemplar Irak como una realidad superior a sus intereses particulares. Y una tercera y definitiva, cómo calibrar la salida o el refuerzo de los 140.000 soldados estadounidenses allí desplegados, probablemente la única palanca seria de Washington para hacer entender al primer ministro, Nuri al Maliki, que ha llegado la hora de afrontar sus responsabilidades.

En los próximos meses se hablará mucho en Estados Unidos de retirada de tropas. Pero tan suicida como en su momento fue no disponer las suficientes, podría ser ahora, para Irak y el conjunto de la región, una retirada precipitada e irreflexiva. El explosivo Oriente Medio actual no puede asumir las consecuencias de un eventual enfrentamiento civil a gran escala. Básicamente, Estados Unidos ha perdido Irak. La responsabilidad de Bush no admite réplica y ha sido analizada desde cualquier perspectiva posible. Pero los demócratas tienen poco tiempo para celebraciones. Hasta ahora, el partido llamado a establecer con el inquilino de la Casa Blanca un plan conjunto de salida ha aportado eslóganes, pero ni una sola idea útil. Dos años no es mucho tiempo, pero es probablemente suficiente, si hay voluntad política, para alumbrar una estrategia nueva y flexible que evite el desastre final.

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