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Columna
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La ceremonia de los buitres

Recibe el amanecer apostado en lo alto de algún acantilado. Cuando el calor del día comienza a agitar las corrientes de aire, extiende sus alas y planea con el despligue majestuoso de su asombrosa envergadura. En círculos de silencio, otea el territorio desde el cielo buscando un alimento cada vez más escaso y, de repente, cae abatido por el zarpazo de uno de esos molinos blancos y estirados que han conquistado las crestas de las montañas. El buitre leonado, el animal más grande que sobrevuela los paisajes valencianos, está siendo diezmado en Els Ports, como en otros lugares de la península, por los generadores de los parques de energía eólica. Se trata de una ave cuyas evoluciones elegantes desmienten la fama sórdida de su raza, así como aquella sensación abrumadora procedente de un relato de Borges que narra cómo "en el aire hay un vuelo bajo de buitres gordos" alrededor de un edificio donde un hombre escuálido confiesa a un estudiante que su oficio consiste en "robar los dientes de oro de los cadáveres trajeados de blanco que los parsis dejan en esa torre". Convencidos del carácter sagrado de la tierra, el agua y el fuego, nada resulta más digno para los parsis de la India que entregar sus muertos a los buitres.

Puede que debiéramos imitarlos al escoger las aves a las que alimentamos. Los buitres, al fin y al cabo, son carroñeros de garras débiles, pico insidioso y alas inmensas, digieren carne muerta y cumplen, así, una tarea de reciclaje que ha perdido, como tantas cosas, su sentido. Los buitres leonados, por desgracia, no comen grúas, ni hormigoneras, ni ladrillos. Su prodigiosa vista panorámica apenas si les permite sobrevivir, amenzados por el aspa gigante de un molino. Es una lástima. Hay tan pocos despojos a su alcance que perecen literalmente de hambre, lo que desencadena habladurías de pastores que exageran supuestos ataques deseperados a ovejas enfermas o parturientas, a reses heridas o despeñadas.

La verdad es que los buitres de las montañas de Els Ports, El Maestrat, L'Alcalatén, L'Alcoià o El Comtat sobreviven gracias a comederos e iniciativas de caridad conservacionista, si no les corta las alas el aspa descomunal de algún molino. La indiferencia con que contemplamos su drama es tan culpable como aquella que nos hace insensibles a "un vuelo bajo de buitres gordos", con chaqueta y corbata, que dan cuenta, entre obscenos gruñidos, de un irreversible banquete urbanizador a costa de nuestro territorio. Comparada con otras, la ceremonia no es menos atroz, aunque resulta, sin duda, mucho más indigna.

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