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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Un pato muy cojo

George W. Bush inicia sus dos últimos años de mandato en una posición mucho más débil que antes de las legislativas del pasado martes y posiblemente más precaria que la que tuvo su antecesor, Bill Clinton, al final de su segundo mandato. Con su victoria electoral, los demócratas han arrebatado a los republicanos la mayoría en el Senado y en la Cámara de Representantes lo que implica que, aunque mantenga la prerrogativa de veto presidencial, Bush deberá reajustar su filosofía de gobierno a las nuevas circunstancias. Por lo que concierne a la política interior, no tendrá más remedio que buscar el consenso con el Congreso en torno a asuntos como su propuesta de recortar programas sociales y ciertas libertades civiles; y por lo que respecta a la política exterior, deberá articular una estrategia diferente en relación con Irak y archivar conceptos como el unilateralismo y el ataque preventivo, tan queridos para su vicepresidente, Dick Cheney, y el ya ex secretario de Defensa, Donald Rumsfeld.

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Todo ello no presupone que se haya producido un cataclismo político en Estados Unidos tras las elecciones del pasado día 7, ni que estemos en vísperas de retiradas precipitadas de Irak. De entrada, porque el Partido Demócrata está internamente dividido al respecto y, además, porque ninguno de los aspirantes a la Casa Blanca en las elecciones de 2008 se atrevería a correr el riesgo de propugnar una salida rápida de los 150.000 soldados americanos, abandonando el país mesopotámico a su propio destino y a un caos mayor del que ya padece. Lo que el pasado martes emergió de las urnas fue un castigo a la incompetencia e irresponsabilidad del Gobierno de Bush antes que una adhesión manifiesta a los demócratas, que hoy por hoy siguen constituyendo una alianza circunstancial de grupos que desconfían entre sí y que incluso compiten por disipar cualquier sospecha de radicalismo en cuestiones como el futuro iraquí.

Rumsfeld ha sido el chivo expiatorio del varapalo sufrido por Bush. En su persona se han concentrado todos los males. Es cierto que su política militar iraquí antes, durante y después de la invasión ha sido un fracaso. Pero esa política estuvo siempre respaldada por el vicepresidente Cheney y a la postre por el presidente. Los tres comparten el fracaso de no haber sido capaces de aprovechar el apoyo y unidad internacional suscitados por el 11-S y que se manifestó en Afganistán. Y es que los tres compartían desde su llegada al poder una hoja de ruta cuyo eje era la invasión de Irak y el derrocamiento de Sadam. Todo ello con el agravante que significó la grave crisis en la OTAN -nunca cerrada del todo- semanas antes del inicio de la guerra. Y de esa crisis fue culpable Rumsfeld.

¿Qué hacer ahora? Bush se ha decantado por recuperar a los consejos más pragmáticos y menos ideologizados de entre los asesores de su padre, apostando por el ex jefe de la CIA, Robert Gates, como sustituto de Rumsfeld y escuchando la opinión de expertos avezados como Jim Baker o el veterano Brent Scowcroft. Es patético que en seis años el presidente no haya sido capaz de escoger a alguien de su estrecha confianza para los puestos clave. Habla Bush a los demócratas de una "perspectiva renovada" para Irak y les pide ayuda. La única idea estratégica que tiene la Casa Blanca es que la anterior no le sirve, pero no sabe qué hacer. Todo lo apuesta a las conclusiones que en las próximas semanas hará públicas el bipartidista grupo de estudios que dirige Baker y en el que está también Gates. El ex secretario de Estado parece aconsejar una retirada militar gradual y flexible, un enésimo esfuerzo para conseguir la reconciliación entre chiíes y suníes y la incorporación diplomática de Irán y Siria en el proceso. Es decepcionante que la Casa Blanca haya tardado tres años en darse cuenta de que era vital la participación de iraníes y sirios si se pretendía poner orden en el avispero iraquí.

¿Y con los europeos? Las relaciones transatlánticas no han cicatrizado las heridas abiertas por Irak, a pesar de la mejora del clima diplomático con Berlín y París (y en cierta medida también con Madrid) y el acercamiento de posiciones en relación con la crisis nuclear iraní o en el aventurerismo norcoreano. Americanos y europeos continúan chocando sobre los derechos humanos. Europa ha aplaudido los resultados electorales en EE UU y la dimisión de Rumsfeld por lo que representan de cambio de rumbo en la política exterior de la primera potencia. Pero de poco sirve tal euforia si la Unión Europea no es capaz de influir en cuestiones indirectamente ligadas con Irak, como la crisis de Oriente Próximo. Para la UE sería ésta una buena oportunidad de hacerlo; y para el inquilino de la Casa Blanca, su última oportunidad de abordar un asunto que nunca se ha tomado demasiado en serio.

Bush ha entrado en la categoría de lame duck, de pato cojo, como se conoce en EE UU a los presidentes que abordan la última fase de su mandato en situación de debilidad. Pero aún tiene tiempo de redimirse si ofrece soluciones realistas para el conflicto palestino y se empeña con valentía en reformas internas como la de la política migratoria y la de la Seguridad Social.

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