Una verdad incómoda
Las ranas de los cuentos no sólo tienen vocación de princesas encantadas, sino que van camino de convertirse en una metáfora incontestable. Cuenta Al Gore en su documental sobre el cambio climático que si una simpática ranita saltase casualmente al interior de una olla al fuego en plena ebullición, su instinto la haría reaccionar de forma tan inmediata que saldría de allí de un salto antes de llegar a escaldarse. En cambio, si esa misma olla estuviese tibia, el sistema de alarma del animal no se dispararía y continuaría dentro del recipiente mientras la temperatura iba subiendo dramáticamente. De este modo cuando el agua rompiera a hervir, la ranita se habría cocido sin remedio dentro de su propia inconsciencia.
Antiguamente los guerreros antes de entrar en combate interrogaban las entrañas de algunos animales, porque creían que en ellos palpitaba en carne viva el misterio de la naturaleza. Se sabe que estos seres irracionales no han perdido el instinto para percibir las señales progresivas de un peligro inminente. Hace apenas dos años en Indonesia un latido del océano surgido del fondo del abismo obligó a algunos animales a emprender con antelación una huida ciega tierra adentro, pero los hombres no detectaron ese resorte sagrado de la naturaleza y cuando llegó la gran ola, se los tragó con un bramido de otro mundo.
España está en la zona potencialmente más afectada por el cambio climático. Aquí no hay icebergs paseando lánguidamente su melancolía por la costa como en algunas ciudades de Canadá ni ballenas varadas, pero los ríos arrastran una sed de difuntos vivos y muchos se han convertido en charcas donde ni siquiera chapotean ya las ranas de nuestra olvidada infancia a lo Tom Sawyer.
El escritor Juanjo Millás contaba en la presentación de su última novela una anécdota que le sucedió mientras se hallaba hospedado en una casa de turismo rural en la que se había refugiado para huir de las servidumbres de la civilización. Cada tarde caminaba hasta un riachuelo flanqueado por juncos y nenúfares y al llegar al estanque, se deleitaba extasiado con el croar de las ranas. Al principio le pareció una situación muy bucólica, pero al tercer día empezó a escamarse de que la rana se pusiera a cantar justamente cuando él llegaba y dejara de hacerlo en cuanto se alejaba unos pasos. Así que decidió internarse entre los matorrales para desentrañar aquel misterio y lo que descubrió resultó ser un sencillo artilugio mecánico que se accionaba por proximidad. Fue el primero de una serie de desengaños que culminó en una maravillosa novela.
Ni Galicia es ya el vergel atlántico del que hablaba Curros Enríquez, ni la cordillera cantábrica una reserva de fauna autóctona sino sólo un refugio para escritores perplejos.
Según los cálculos de los meteorólogos el mundo debería estar ahora en otra glaciación, pero el hombre ha levantado una tapadera de CO2 que ha convertido la tierra en una olla a punto de ebullición. A los que escriben la Historia, les corresponde interrogar las entrañas de la rana de la fábula, cocinada al baño María, para averiguar por qué no saltó del recipiente cuando todavía estaba a tiempo. Una lección empírica que debería quedar incorporada como adenda al protocolo de Kyoto.
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