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MIRADOR
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

¡Qué malas son las prisas!

El miércoles pasado, una estructura metálica en uno de los túneles de las obras de soterramiento de la M-30 de Madrid se derrumbó e hirió a cuatro obreros. Uno de ellos, Rachid Lockia, permanece en estado crítico. A medida que se añaden informaciones, empeora la perspectiva del accidente. Por ejemplo, desde septiembre de 2004 las obras de la M-30 han registrado cinco muertos, y de poco consuelo sirve que el Ayuntamiento de Madrid, dirigido por Alberto Ruiz-Gallardón, puntualice que el índice de siniestralidad es inferior al del resto de la región. Faltaría más, tratándose de una inversión municipal exhaustivamente planificada -o así debería ser-, vigilada por la opinión pública y con un presupuesto de unos 3.000 millones que bien puede calificarse de holgado.

Para mayor escarnio, la consultora Currie & Brown advirtió recientemente sobre el crecimiento de los accidentes en las obras, al parecer no tan graves como el del miércoles. Las advertencias -Currie & Brown vigila la reforma de la M-30 por cuenta de los bancos financiadores del proyecto- estaban fundadas en "algunas infracciones laborales en medidas de salud y seguridad cometidas por algunos trabajadores" y por el hecho de que "el riesgo de accidentes se incrementa cuando crecen las subcontratas". Las profecías han resultado tristemente acertadas.

¿Era demasiado esperar una siniestralidad nula en la M-30? Evidentemente, no. El Ayuntamiento de Madrid tiene la obligación ineludible de erradicar los accidentes, aunque para ello tenga que renunciar a cumplir el plazo previsto para inaugurar toda la obra (abril de 2007). La seguridad de los trabajadores no puede depender de las prisas municipales. Eso sin mencionar el pésimo ejemplo de control de la siniestralidad que está dando una institución pública.

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