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¿Qué nos jugamos en Medina Azahara?

Dentro del panorama de variados escándalos urbanísticos que en estos últimos tiempos preelectorales inunda a gran parte de la prensa nacional, le toca estos días su dosis de protagonismo al entorno de Medina Azahara, un entorno en el que significativamente asoman algunos de los mismos personajes del caso marbellí. Corre el peligro que el caso se acabe diluyendo en ese ambiente de alarma generalizada, o se olvide con la misma celeridad con la que ha aparecido. Habría que salir al paso a esa eventualidad señalando algunos aspectos que lo hacen especialmente significativo, y no solamente en el ámbito andaluz.

En general, el morbo que acapara los titulares de estos casos se refiere al increíblemente veloz y desorbitado acaparamiento de riqueza, mediante el fraude y la ilegalidad; las consecuencias irreversibles que esos fraudes causan a nuestro patrimonio territorial aparecen, cuando lo hacen, en muy segundo lugar. Ello no hace más que reflejar una ética social en la que, a pesar de la tipificación legal del delito ecológico o contra el patrimonio, la agresión al territorio que nos cobija, y que constituye la base de nuestra comunidad, queda excluida de la repulsa que acompaña al robo o al asesinato, aún cuando sus consecuencias sociales y temporales sean incomparablemente superiores.

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Todo esto viene a cuento por cuanto, a diferencia de otros casos, en Medina Azahara, la lucha a brazo partido, más de 400 denuncias, que a lo largo de los últimos años viene manteniendo la administración responsable del conjunto arqueológico contra el goteo continuo de agresiones en su entorno, no tiene por objeto desenmascarar el enriquecimiento ilícito de promotores venales, ni la desfachatez de los parcelistas, ni el dontancredismo de alguna administración, sino la defensa de unos valores inherentes al territorio, tratando de manifestar su significado fundamental e irreemplazable para toda la sociedad. Cuando a principios de los años 90 se planteaba el Plan Especial de Protección de Medina Azahara y su entorno, pronto se hizo evidente que el valor esencial del yacimiento estribaba en la ejemplar conjunción de naturaleza y ciudad. Podemos afirmar, sin exageración alguna, que el paisaje del entorno de la ciudad califal, conformado por una constelación de almunias unidas por infraestructuras de canales y caminos, alcanzó allí una de los puntos culminantes de toda la civilización occidental.

Estos valores de equilibrio entre aculturación y paisaje, consustanciales con lo mejor de la identidad andaluza, y que tocan uno de los problemas más candentes de nuestro tiempo, se habían mantenido increíblemente preservados hasta a la fecha en que se concluyó el Plan, en 1993, por lo que aquél se volcó en su defensa. El valor de excepcionalidad, como germen para la regeneración urbana cordobesa, se incrementaba si tenemos en cuenta que ese paisaje aparecía como una isla abierta en una periferia caótica, salpicada con todo tipo de edificaciones ilegales. Sin embargo, paradójicamente, a partir de aquel momento, la presión descontrolada del urbanismo ilegal comienza a desbordar los límites del ámbito protegido, un proceso al que se apunta una variopinta galería de personajes que oscilan desde el semichabolista al ostentoso propietario de chalés que superan los 600 metros cuadrados construidos. Desde algún sector se contemplaba este proceso, consciente o inconscientemente, con benevolencia, como incurso en la estela de la vieja reivindicación campesina de parcelación de las grandes fincas, un hecho que se encuentra en las antípodas de la realidad actual.

La favorable coyuntura del momento ha provocado que un problema larvado haya hecho crisis y adquirido difusión popular. En la forma de afrontar esa crisis, bien dejándola transcurrir pasivamente, dejando que se consolide un daño irreversible, u optando por aprovechar esta resonancia mediática para emprender una acción ejemplarizante, Andalucía se juega algo tan importante como resignarse a la pervivencia de un pasado de subdesarrollo, o apostar por la puesta en valor de las tradiciones que lo unen a la frontera del avance social. No se trata del mantenimiento nostálgico del pasado, lo que se trata es de facilitar el alumbramiento de un futuro a un territorio excepcional y no abortar esas posibilidades ahogadas por la más plana banalidad y zafiedad.

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José Ramón Menéndez de Luarca es arquitecto urbanista.

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