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La convivencia en las aulas
Columna
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El desdén entre profesores y alumnos

Reducido el sensacionalismo de la violencia de género, los medios de comunicación hallan ahora sustituto en la violencia escolar. Varias emisoras de radio (RNE y la SER, entre ellas) ofrecieron ayer, casi simultáneamente, un programa sobre las sevicias que sufren los profesores dentro y fuera de las aulas, sea a manos de sus alumnos o a cargo suplementario del padre, la madre u otro familiar.

En los programas se entrevistaba a las víctimas, profesoras o profesores que, con décadas de ejercicio, nunca habían conocido una cosa igual, maestros consagrados que ahora anhelan la jubilación en vista del injusto pago que reciben y debido a la dolorosa impotencia que les termina sumiendo en la mayor depresión.

En ninguno de estos y otros espacios -radiofónicos, televisivos o impresos- todos muy sensibles, se ha ofrecido, sin embargo, la voz a los alumnos. A los terroristas se les permite manifestar reiteradamente sus vindicaciones o puntos de vista pero en la violencia familiar y doméstica, se ha zanjado el asunto con una condena exprés. De un lado aparecen las pobres víctimas, blandas y parlanchinas, y, de otra, los verdugos duros, y mudos. De este modo, ciertamente, el problema se hace muy difícil de roer.

¿Por qué un número creciente de alumnos maltrata a sus profesores y a sus compañeros, a los bedeles y a los mendigos? La respuesta común lleva a admitir la existencia de una violencia omnímoda que flota hoy, fatalmente, sobre la sociedad. Nuestra época es mala y peor que la etapa anterior. Quien afirme otra cosa se arriesga a ser mal entendido. Lo políticamente correcto no es hablar de una generación nueva sino de la degeneración.

Del mismo modo, lo correcto no será referirse a la situación cultural presente como distinta sino sólo como inculta. Una prueba aplastante es que no se lee. Los niños son ignorantes, bárbaros, violentos y no leen; son incapaces de entender el valor del libro y del esfuerzo. ¿Solución? Campañas para inculcar la afición a leer o incluso horas lectivas para que se esfuercen en leer. Una cosa se confunde con la otra. Los niños no leen porque es más cómodo ver y oír de manera que la actual cultura, eminentemente audiovisual, es cultura de la molicie. En suma, con opinión tan negativa del presente ¿quién puede en verdad tratar de entenderlo o interesarse a fondo por él?

Efectivamente, los escolares son más violentos que antes pero la escuela de antes no fue precisamente un mundo de paz porque si no pegaban unos pegaban los otros. Naturalmente, emerge el asunto de la autoridad y ahora no se respeta la autoridad del maestro pero tampoco la de los padres, los jueces, la Iglesia, los médicos o la publicidad. El descrédito de las jerarquías se corresponde con el auge de la interacción, la horizontalidad cognitiva dentro y fuera de la red.

Los jóvenes y tanto más cuanto más crecen en un mundo de juegos interactivos, sensaciones cambiantes e informaciones efímeras, obtienen los conocimientos sin orden ni reflexión sino llaneando, clickeando, viajando, videando. Representan día a día a una nueva criatura que se aleja antropológicamente del maestro aunque se agrupen en la misma habitación. La mayoría no son agresivos, pero la generalidad carece de todo interés por la asignatura. O bien, de la misma manera que el veterano maestro considera extraños a sus alumnos recientes, los alumnos ven un zombi en su educador. Casi todo lo que más les importa a ellos le importa un comino al maestro, y al revés. Uno y otro sienten su desdén y su incomunicación rotunda. Pero ¿cómo educar sin comunicación? O también, ¿cómo comunicar desdeñando?

La violencia en las aulas se trufará de factores diversos pero uno es capital: esta escuela no interesa a los escolares. Aun sin agresiones físicas, profesores y alumnos viven bajo una permanente tortura. La penitencia que proviene de hallarse obligatoriamente juntos y no participar en lo más primordial. Siendo lo primordial, de un lado, el modo escogido para hacer sabroso el saber y, de otro, el menú concreto del saber que pretende servirse.

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