El golfo de México, según Trump
Cambiarle el nombre es —casi— imposible: la historia, la política y la ley niegan con la cabeza
Lo que fue, eso será. Y lo que se hizo, eso se hará. No hay nada nuevo bajo el sol. (Eclesiastés 1:9)
Entre las muchas consecuencias provocadas por el ataque a las Torres Gemelas, en el vigésimo octavo aniversario de la muerte de Salvador Allende, hubo una que llegó hasta la cocina. La negativa de Francia a respaldar a Estados Unidos en la invasión a Irak desató un propósito patriótico: las papas a la francesa serían renombradas papas de la libertad.
Tan mal salió el rebautizo que usted apenas se va enterando.
Aquí vamos de nuevo. Algunas jornadas atrás, el desquehacerado presidente electo Donald Trump —retomando una vieja propuesta de un legislador estatal de Mississippi— realizó una declaración con propósito indefinido. Planteó que el cuerpo de agua bordeado por seis Estados mexicanos, cinco estadounidenses y Cuba deje de llamarse golfo de México para llamarse golfo de América.
Alguien debió prevenirlo: el golfo de México no son papas a la francesa.
Como ocurre con cualquier territorio, las aguas que rodean México trazan barreras concéntricas que lo protegen y aíslan. Son fortalezas. Murallas líquidas. Zonas de poder que se difuminan con la distancia: entre más lejos, menos control.
En la primera barrera —el mar territorial— México ejerce plena soberanía. Son 12 millas náuticas, algo así como 22 kilómetros a partir de la costa. Allí, las leyes mexicanas se aplican como si fuera suelo firme. Así en el agua como en la tierra.
En la segunda barrera —la zona contigua— nuestra bandera ondea con menos fuerza. En una franja de 22 kilómetros más allá del mar territorial, nuestro país conserva funciones mínimas: migración, control sanitario y aduanero. Una franja de amortiguamiento.
La tercera y última barrera es la zona económica exclusiva: 370 kilómetros de agua en donde México ya no manda, pero conserva algunos derechos en materia de recursos naturales, investigación y protección ambiental. Hasta ahí llegamos. Más allá, la nada.
El golfo de México no son papas a la francesa. El golfo de México es, mayormente, zona económica exclusiva.
Cambiarle el nombre es —casi— imposible: la historia, la política y la ley niegan con la cabeza.
En términos históricos, Trump debería sonrojarse. El golfo de México arrastra su nombre desde 1540, cuando también era llamado Seno Mexicano o golfo de la Nueva España. Aquello —y todo lo que vino después— es historia.
Los Estados Unidos nos compraron sin dinero las aguas del río Bravo y nos quitaron Texas, Nuevo México, Arizona y Colorado. También voló California y Nevada. Con Utah no se llenaron. El estado de Wyoming también nos lo arrebataron.
Incluso dejando de lado las formas del asalto, los números son de importancia capital. Cortesía del derecho internacional del mar, 829.000 metros cuadrados del golfo de México son zona económica exclusiva mexicana mientras que Estados Unidos solo cuenta con 662.000. El Golfo de México es —preponderantemente— mexicano.
Le pueden cambiar el nombre, pero no cambia la historia.
Por razones políticas, el rebautizo tampoco sería sencillo. Las recientes bravatas de Donald Trump —propias de un imperialismo decimonónico— han despertado justificado rechazo entre la comunidad internacional. Habla de renombrar el golfo de México, comprar Groenlandia, tomar el Canal de Panamá y convertir a Canadá en el estado 51 de Estados Unidos. Una partida de Monopoly. Estas misivas, tan despóticas como intempestivas, difícilmente serán acompañadas por otros países.
Por último, está lo legal. El nombre del golfo de México —como el de otros cuerpos de agua— no es ni ocurrencia ni capricho. Está regulado por el derecho internacional. En primer término, por La Organización Hidrográfica Internacional (OHI), un organismo intergubernamental con 100 miembros —México, Cuba y Estados Unidos incluidos— cuyo propósito es que las cartas y documentos náuticos sean uniformes.
Luego está el Grupo de Expertos en Nombres Geográficos de Naciones Unidas creado en 1959. Tal grupo, referido en el Reglamento de la OHI, es la autoridad en materia de nombres geográficos: golfo de México, Ciudad del Cabo, mar de Japón, etcétera. Ese órgano—que funciona de manera colegiada— es competente para discutir problemas relacionados con la estandarización de los nombres.
Es ese mismo grupo el que, desde hace años, conoce del conflicto en torno al nombre del mar que separa a Japón de las dos Coreas. Mar de Japón, dicen unos. Mar del Este, dicen los otros.
En conclusión, el anaranjado delirio del próximo mandatario estadounidense se antoja complejo. Además, lo llame como lo llame, el golfo de México seguirá siendo un golfo —preponderantemente— mexicano, al igual que Donald Trump —o Trümp, como gusten llamarle— seguirá siendo un bravucón.
Lo dicho: el golfo de México no son papas a la francesa.
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