Último tren para Ortega
El lento recuento de las elecciones nicaragüenses del domingo sugiere la victoria del sandinista Daniel Ortega en la primera vuelta, bien porque obtenga el 40% de los votos o porque logre el 35% y cinco puntos de ventaja sobre su principal rival, el conservador Eduardo Montealegre. De confirmarse, su triunfo representaría un serio revés para el Washington de Bush, en donde todavía suenan las alarmas al evocar el sandinismo revolucionario, y que ha aplicado equivocadamente a los comicios el mismo guión de la guerra fría. Primero ha intentado agrupar el voto conservador en un solo candidato, para evitar la victoria de Ortega. Después de no conseguirlo, ha optado por elevar el tono de su retórica, vaticinando todas suerte de males si el sandinismo retorna al poder.
La realidad es que el Daniel Ortega en camino de renovar la presidencia a la tercera intentona desde 1990 -cuando la perdió a manos de Violeta Chamorro- tiene poco o nada que ver con el líder revolucionario que excitó la imaginación de la izquierda durante la guerra civil nicaragüense de los años ochenta e hizo perder los papeles una vez más a Estados Unidos en su afán por borrar de Latinoamérica cualquier vestigio de insumisión. El Ortega de hoy, pasados los 60 años, es un hombre más preocupado por coger el último tren del poder que por llevar adelante un programa izquierdista. Pese a su amistad con Hugo Chávez o Fidel Castro, Ortega invoca hoy en sus discursos con más frecuencia a Dios que a los iconos de la revolución.
Su pragmatismo queda crudamente patente por el hecho de que su compañero de candidatura sea un banquero que en su día luchó en las filas contras, sus enemigos mortales. Esa misma falta de escrúpulos le llevó a pactar hace seis años con Arnoldo Alemán -entonces presidente, reaccionario y corrupto, convicto de haber robado 100 millones de dólares durante su mandato- una reforma a su medida de la ley electoral, rebajando el porcentaje necesario para proclamarse vencedor en primera vuelta. Un cambio definitivamente útil para Ortega, a la luz de los resultados. Irreconocible por lo demás, el sandinismo, convertido hoy en su finca personal, ha votado recientemente para prohibir el aborto en Nicaragua.
Si se alza finalmente con la presidencia, la tarea de Ortega no será envidiable. El país al que ha prometido en su campaña rescatar del abismo es el segundo más pobre de Occidente, tras Haití. De sus poco más de cinco millones de habitantes -casi un millón ha emigrado- cerca del 70% vive con menos de dos euros al día. El desafío es titánico. Más aún para un antiguo revolucionario que sigue prometiendo, veinte años después, el reparto de la tierra y el fin de las lacerantes desigualdades en Nicaragua.
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