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Columna
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El desencanto

José María Ridao

El Parlamento vasco aprobó el pasado viernes una proposición apoyando el derecho de autodeterminación y la necesidad de abrir cuanto antes un "diálogo sin exclusiones". No es la primera vez que lo hace, aunque hay razones para suponer que esta ocasión es distinta de las anteriores. A diferencia de los textos aprobados desde 1990 en adelante, la resolución no se limita a reflejar en abstracto una posición de la Cámara de Vitoria. Por el momento en que se ha aprobado, el texto equivale a un pronunciamiento sobre la actual estrategia para acabar con el terrorismo, en la que está embarcado el Gobierno central. Lo que el Parlamento vasco ha venido a decir, así, es que las últimas acciones terroristas no deberían ser un obstáculo para abrir los contactos políticos entre partidos, según el esquema de las dos mesas, como tampoco la situación de ilegalidad en la que se encuentra Batasuna. Por otra parte, la resolución parece perfilar un nuevo argumento que complica, aún más, la posición del Ejecutivo y su estrategia: si el reconocimiento de la autodeterminación está en condiciones de obtener la mayoría en el Parlamento, ¿con qué legitimidad se pretende excluirlo de una eventual mesa de partidos?

Es probable que el inmenso deseo de que el terrorismo desaparezca de una vez por todas llevara a concebir esperanzas sin fundamento, como imaginar que esta ocasión era la más propicia de cuantas se habían presentado desde el inicio de la transición. En realidad, todos los argumentos que se barajaron para sostener que había llegado el momento de hablar con los terroristas servían, sobre todo, para lo contrario. Si llevaban largo tiempo sin matar, si el yihadismo había desacreditado definitivamente el recurso al terror, si las nuevas circunstancias internacionales no favorecían las aspiraciones de los asesinos ni, en particular, sus métodos, ¿por qué suponer que era el momento del diálogo y no, precisamente, el de dejarlos enredados en el laberinto de su soliloquio criminal? Salvo que el Gobierno dispusiera de otros datos, y ésta era la confianza de muchos ciudadanos que no alcanzaban a participar del optimismo ambiente, aunque callasen por un deber de lealtad en la lucha antiterrorista, la lógica aconsejaba simple y llanamente no tomar ninguna iniciativa.

Pero la iniciativa se tomó, y además sobre la base de un imposible mimetismo con Irlanda. Puesto que allí se logró avanzar mediante el establecimiento de dos mesas de negociación, también aquí habría dos mesas. La diferencia fundamental entre una y otra situación, la diferencia insalvable que invitaba al escepticismo, es que el contador de la mesa política en Irlanda estaba rigurosamente a cero, con una autonomía por construir desde sus primeros pasos, mientras que en el caso del País Vasco no daba más de sí. De ahí que sólo cupiese considerar dos alternativas para el supuesto de que, primero, la mesa se llegase a constituir y, segundo, se pudiese alcanzar en ella algún acuerdo. O bien el entorno político de los terroristas, ya legalizado, se conformaba con una reforma estatutaria, tan amplia como se quiera, pero al fin y al cabo una reforma estatutaria, o bien el Ejecutivo aceptaba disfrazar el derecho de autodeterminación en el interior de un nuevo Estatuto. Lo primero equivaldría a suponer que, como alguien dijo, los leones se alimentan de jamón York; lo segundo, a pacificar el País Vasco al precio de enfrentar al resto del país.

Los crecientes actos de violencia por parte de los terroristas y de su entorno juvenil han obligado a hacer una pausa, y los partidos democráticos no deberían desaprovecharla e intentar el acuerdo, ahora que un cierto desencanto abre las puertas del realismo. Ni el Gobierno puede emprender una carrera hacia delante, fiado de intuiciones y de la buena estrella, ni la oposición puede seguir colocándole en los talones la línea de no retorno, siempre pendiente de cálculos electorales.

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