Las reglas de las sucesiones
Existe una dinastía en una empresa cuando transcurren al menos tres generaciones sucesivas de control familiar de esa compañía. Lo recuerda con frecuencia David Landes, aunque, curiosamente, nada menciona sobre un requisito que parece imprescindible en toda saga familiar, y es que la empresa sea fundada por el patriarca. También desliza, bien a través de las reflexiones de algunos de sus protagonistas o por reflexión propia, causas y tóxicos que debilitan el carácter dinástico de las empresas, tales como la afición al disfrute de la riqueza en la segunda o tercera generación o la necesidad de especialización corporativa. Con estos dos trazos están casi resumidos los límites de Dinastías. Un tercer trazo sería el evidente encanto de las grandes familias empresariales, pero ése es precisamente el que intenta desarrollar el autor en todas y cada una de las páginas del libro.
Dinastías. Fortunas y desdichas de las grandes familias de negocios
David S. Landes
Editorial Crítica
ISBN 84-8432-736-1
El esfuerzo de Landes por sintetizar una historia de las dinastías empresariales merece elogio, aunque se enfrenta al sobreentendido de que ya se conoce casi todo sobre el particular. Todo lo que se podía contar de forma amable está ya contado, con mejor o peor fortuna y en más o menos extensión. Se sabía ya de las actividades de Gianni Agnelli como playboy, de la dureza diamantina de Nathan Rothschild o del crispado racismo de Henry Ford. Las revistas de lujo y los chismorreos de los escritores snobs tienen prácticamente agotado el filón de las debilidades de los multimillonarios. Algunas son poco edificantes y no faltan las odiosas, pero la mayoría tiene que ver con el segundo pecado capital menos elegante, que es la avaricia.
A pesar de ello, Landes se las apaña para lograr dos o tres buenos momentos en el texto. Uno brota en la descripción de las dificultades de los Guggenheim para explotar la montaña de cobre en Kennecott Creek en Alaska. Aparecen aquí felizmente conjuntadas las líneas que conforman el haz del éxito económico: la decisión única, febril, de apostar todo el capital a una carta, el esfuerzo ciclópeo de organización -trasladar obreros y maquinaria a una zona inhóspita, construir un ferrocarril de casi 300 kilómetros de longitud- y la sórdida explotación de los trabajadores a 15 grados bajo cero, pagados a tres dólares diarios de los que se dejaban un dólar cada noche para pagar la litera y 50 centavos por cada comida. Fitzcarraldo más Dickens en una sola representación. Otro es la vívida imagen de la planta de Toyota sembrada de verduras para aliviar el hambre de los empleados después de la derrota japonesa en 1945.
Varios caminos prometedores se mencionan, pero quedan sin explorar. En Ford, Fiat, Guggenheim, Toyota, Rockefeller o Rothschild aparecen siempre distinguidos familiares al frente de los consejos y en las direcciones estratégicas. Cada vez con mejor formación técnica y financiera -abruma la diferencia entre Henry Ford I, apenas un mecánico, y Henry II, un ingeniero ilustrado; o la de Sakichi Toyoda, hijo de un carpintero, con su hijo Kiichiro- pero, a pesar de ello, los mejor formados se enfrentan con frecuencia a la decadencia de sus compañías. A medida que los imperios económicos construidos por los patriarcas se alejan del impulso creador inicial, extraordinario y fecundo en su simplicidad y pureza, la vitalidad de las empresas se agosta o desvía, sin que ni siquiera la mejor gestión convencional acierte a enderezar el rumbo. Joseph Schumpeter disponía de una explicación fiable y elegante para el fenómeno; Landes la esquiva a fuerza de confundirla con la desidia y el derroche de los herederos.
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