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Columna
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La casa de los muertos

Vicente Molina Foix

Mis muertos más queridos de Madrid se encuentran en la Almudena, cuarteles números 67 y 78 de la Zona Antigua. No he ido a ver sus tumbas en estos días de agua y rosas, ni me he desplazado a Alicante, donde otros dos seres no menos amados y fundamentales, mis padres, están enterrados en un nicho conjunto situado a pocas calles del lugar donde yacen los restos de Miguel Hernández. Cuando voy al cementerio de Alicante a recogerme (pues desde la adolescencia no rezo) ante su sencilla lápida, me paso siempre después a ver la tumba del poeta de Orihuela; durante años estuvo disimulada, y llevarle flores era subversivo, pero ahora, con toda justicia, hay palabras y mármoles para recordar una muerte tan prematura y asesina.

Y es que soy de los que creen en las honras fúnebres. De los que van, con la amarga frecuencia que los años imponen, a velatorios, entierros y funerales, y no sólo por acompañar a quienes han perdido a sus seres queridos. Voy a pasar el último rato con los muertos, a guardar el recuerdo preciso del hueco en el muro o el hoyo en la tierra donde esos cuerpos fueron sepultados. Cuanto más ceremonioso, más largo y más doliente sea el ritual de la conducción del cadáver a su tumba, más tiempo tengo para despedirme del amigo o la madre. También sé que a ese lugar de mi despedida final puedo volver cuando quiera, y ver el nombre de la persona ausente en la piedra, lo cual, en un mundo tan olvidadizo de lo escrito, me parece una consolación. Una dádiva del más allá. A otros les consuela por el contrario hacer desaparecer a sus fallecidos en el fuego y aventar sus cenizas en una montaña o al borde del mar. No soy partidario de la cremación, una práctica cada vez más extendida en España y que, naturalmente, respeto como voluntad última de quien ha muerto o como decisión de quienes le sobreviven. Frente al desafío a la ley de la gravedad mortuoria que supone erigir mausoleos o señalar con cruces el hito de una vida, la cremación sigue tal vez el lema taoísta: "Pasar sobre la nieve sin dejar rastro". Demasiada levedad para mí.

Mi apego a la localización de la muerte tiene, creo, mal que me pese, una raigambre católica. Los enterramientos de la religión, en catedrales o iglesias, en camposantos tan bellos como, en Madrid, el de San Isidro, poseen algo sagrado y trascendental, y los dos adjetivos los encuentro adecuados incluso desde la no-creencia. Las exequias, el monumento esculpido, las letras doradas, la fotografía inscrita en la lápida (como se estila en Italia y algunos lugares de España), las esquelas en los periódicos, en las calles del pueblo o sobre la puerta de un bar que cierra por un luto, son insignias valiosas contra la devastación absoluta que es morir sin quererlo. La desaparición de los restos y de su símbolo implícita en la cremación me parece un gesto elegante, estoico, pero algo nórdico; frente a la muerte yo soy muy mediterráneo, o muy hindú, pues aunque en la India quemen los cadáveres, el rito es tan orgánico, el colorido tan vivo, la llama de la pira tan real, que los actos nunca dejan de ser una celebración mortuoria. En Madrid, donde he asistido recientemente a dos cremaciones, el procedimiento me sigue pareciendo postizo, extranjero; la señorita que da instrucciones a los deudos en la sala tiene algo de impostora, pues no es cura pero habla con solemnidad sacerdotal, y la entrada del féretro por una ventanilla o torno donde arderá la siento como un efecto de escamoteo teatral más que como un desenlace trágico. Pido perdón a quienes honran así a sus muertos, que rehúyen sin duda con la dispersión y la ceniza la santería del peregrinaje. Yo soy idólatra de los difuntos.

Algunos de los momentos más emocionantes de mi vida los he pasado en cementerios. En la antigua ciudad española de Larache, al norte de Marruecos, la tumba desnuda de Jean Genet me devolvió la prosa de su vida. El entierro de Susan Sontag fue un acto de amor de su hijo David Rieff, quien, superando trabas administrativas y costes, quiso enterrar el cuerpo de la afrancesada escritora en el cementerio de Montparnasse, cerca de Baudelaire y Beckett. Vicente Aleixandre fue sacado a hombros de poetas de Velintonia 3, una casa que hoy está más desolada que su tumba nada pretenciosa en el Cuartel 67, Manzana 60, letra A, del cementerio de la Almudena. Me gusta mucho que las tumbas tengan direcciones, como las casas. Así la visita a los muertos, que yo prefiero hacer en verano y al comienzo del año, sin aglomeraciones, se convierte en un acto de respeto o camaradería social. A veces me hago la ilusión de que los difuntos me oyen y van a aceptar la invitación que les hago: salir recompuestos de la tierra y venirse a dar un paseo por Ventas.

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