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Defender a los pueblos de España

Albert Branchadell

En el preámbulo de nuestra Constitución, la Nación española proclama su voluntad de proteger a todos los españoles y pueblos de España (así, en plural) en el ejercicio de los derechos humanos, sus culturas y tradiciones, lenguas e instituciones. Al parecer, los que hoy cuestionan la constitucionalidad del nuevo Estatuto de Cataluña, preámbulo incluido, no están haciendo demasiado honor al de la Carta Magna. La lectura de los recursos presentados en su día por el Partido Popular y el Defensor del Pueblo, y ahora admitidos a trámite por el Tribunal Constitucional, revela una filosofía poco acorde con el principio de proteger las lenguas de todos los pueblos de España. En pocas palabras: preservar la primacía del castellano, y no proteger las "demás lenguas españolas", aparece como la principal preocupación que guía ambos escritos.

La Constitución, sin duda, no trata del mismo modo a todas las lenguas españolas. El castellano es la única lengua española que se considera oficial del Estado; las "demás lenguas españolas" compartirán oficialidad con el castellano en las respectivas Comunidades Autónomas. Pero se trata de una jerarquía de tipo funcional, nunca axiológico. La Constitución no declara que el castellano, por ser la única lengua española oficial del Estado, sea más española que el catalán/valenciano, el gallego o el euskera. Ni que el castellano tenga la exclusiva como factor de identificación con España. Por esta razón, la Constitución no dice que el castellano sea nuestra lengua nacional, ni siquiera la lengua común de todos los españoles, por más que una antigua sentencia del Tribunal Constitucional (la 84/1986) se refiriese a unas inexistentes "disposiciones constitucionales que reconocen la existencia de un idioma común a todos los españoles". Tampoco rebaja las "demás lenguas españolas" a la condición de lenguas "autonómicas" -o "regionales", como las llamaba la Constitución republicana-, ni insinúa que en las Comunidades Autónomas esas lenguas deban ser menos oficiales que el castellano.

Pues bien, todo lo que no dice la Constitución lo dicen o lo presuponen los dos recursos presentados, que de este modo cuestionan la constitucionalidad del nuevo Estatuto de Cataluña con una ideología lingüística que es cuando menos aconstitucional.

Por un lado, tanto el Partido Popular como el Defensor del Pueblo insisten en la "estricta territorialidad" de la oficialidad de lo que el PP llama aconstitucionalmente "lenguas territoriales". Por ello, se oponen con pareja vehemencia al derecho a relacionarse en catalán con los órganos constitucionales y con los órganos jurisdiccionales de ámbito estatal, cuyas sedes se ubican fuera del territorio de Cataluña. En este punto los recurrentes no son generosos ni siquiera con la realidad, por cuanto el derecho que niegan en sus recursos ya existe: desde finales del siglo pasado los ciudadanos pueden dirigirse en catalán / valenciano, gallego y euskera al Senado, y hace un año que los senadores interesados las usan sin trabas en la Comisión General de la Comunidades Autónomas, donde la disparidad de lenguas, gracias a los intérpretes, no ha dificultado debates de tanta enjundia como el que tuvo por objeto, precisamente, el nuevo Estatuto catalán.

Así pues, confinar las llamadas lenguas territoriales en sus territorios respectivos no es una verdadera exigencia constitucional sino más bien una posición ideológica, que pretende reservar a una sola lengua las instituciones que comparten todos los pueblos de España, y con ello imponer un deber de usar el castellano que no está en la Constitución. (La Constitución establece de forma explícita el deber de conocerlo, pero no el de usarlo). Así es como se construye, por lo demás, una jerarquía que tampoco es constitucional: se empieza recluyendo a las lenguas en sus territorios y se termina comparando el hablar ca-talán con bailar sevillanas (con todos los respetos para las sevillanas) o denegando una subvención a unas jornadas sobre teatro catalán con el sectario argumento de que "tanto los organizadores como los ponentes están todos circunscritos al ámbito catalán, lo cual va en detrimento del interés del tema mismo y del atractivo de una iniciativa que se propone conectar universidad y sociedad", como ha sucedido en la Universidad Autónoma de Barcelona.

Pero al mismo tiempo que insisten en el carácter territorial de la oficialidad de las lenguas "territoriales", nuestros recurrentes abogan implícitamente por una oficialidad disminuida de esas lenguas en sus territorios. Sólo así se entiende la férrea oposición a convertir el conocimiento del catalán en un requisito para los magistrados, jueces y fiscales que ocupen una plaza en Cataluña. ¿Acaso este requisito no es una medida indispensable para que los ciudadanos catalanes puedan ejercitar su derecho a utilizar cualquiera de las dos lenguas que gozan de oficialidad? Sin medidas como ésta, la incompetencia lingüística de los jueces supone imponer el uso del castellano a los ciudadanos que se relacionan con la Administración de Justicia. Y ello deriva de nuevo en un deber de usar el castellano ajeno a la Constitución, esta vez dentro de los confines de la oficialidad, dentro de los cuales, en teoría, los ciudadanos tienen reconocido el derecho de opción lingüística.

Sin duda alguna, la cuestión estelar en todo este asunto es el deber de conocimiento del catalán que impone a los ciudadanos de Cataluña el artículo 6.2 del nuevo Estatuto. La Constitución, ciertamente, no establece el deber de conocer ninguna otra lengua española además del castellano. Pero tampoco lo excluye explícitamente, a diferencia de lo que hacía la Constitución republicana ("a nadie se le podrá exigir el conocimiento ni el uso de ninguna lengua regional"). En el contexto de esta omisión constitucional, es posible oponer una lógica de igualdad (las dos lenguas oficiales de Cataluña deberían dar lugar a los mismos derechos y deberes lingüísticos) a una lógica de subordinación (sólo una de las lenguas oficiales de Cataluña debe ser de conocimiento obligado).

Pero más allá del debate jurídico-político, la pregunta debería ser de tipo sociolingüístico: imponer el deber de conocer una lengua como el catalán ¿es una medida adecuada para protegerla? Pocos expertos dudarían en la respuesta afirmativa; los recursos del PP y del Defensor del Pueblo ni siquiera se la plantean.

La lectura de los recursos del PP y del Defensor del Pueblo sugiere la misma idea: la oficialidad de las "demás lenguas españolas" hay que aceptarla, porque lo manda la Constitución, pero también hay que mantenerla a raya, es decir, recluida dentro de los confines autonómicos y prácticamente excluida de ámbitos como la Administración de Justicia. En su escrito, el Defensor del Pueblo expresa su inquietud por la posibilidad de que determinadas medidas de fomento del catalán "hurten" al castellano su carácter oficial, para terminar proclamando que "el carácter oficial del castellano en Cataluña es poco más que una entelequia". Sin embargo, no dedica ni una sola línea a la posibilidad de que otras medidas hurten al catalán su carácter oficial ni al hecho de que en la Administración de Justicia en Cataluña el catalán es una lengua virtual.

A la vista de recursos como estos resulta bastante difícil no llegar a la conclusión de que el Pueblo que defiende el Defensor y que adjetiva al partido de Rajoy no son todos los pueblos de España, con sus lenguas incluidas, sino sólo la parte de la sociedad española (mayoritaria, respetable, pero no única) que se expresa habitualmente en castellano.

Albert Branchadell es profesor de la Facultad de Traducción e Interpretación de la Universitat Autònoma de Barcelona y presidente de Organización por el Multilingüismo.

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