¡Yo tengo una novia!
Jonathan Richman pertenece a un género poco común. No sólo es singular. También es difícilmente imitable. Eso no significa nada. El mundo de la música está lleno de gente que cumple las dos condiciones de Richman, pero no valen nada como artistas. Lo que distingue al cantante estadounidense es que ha construido un mundo lleno de matices, atractivo, divertido y desmitificador. Probablemente se trata de una manera alternativa de edificar un mito, no de los gigantescos, desde luego, pero de una eficacia imbatible. Cerca de 400 personas llenaron el Salón de Columnas del Círculo de Bellas de Madrid y el lugar le quedaba que ni pintado. En realidad, cualquier lugar le resulta perfecto. Puede desplegar la encantadora elegancia de un crooner, el descaro de un baladista de pizzería, el entusiasmo de un rumbero, el humor del clown y la inteligencia que le permite distanciarse de los ataques de vanidad que han arrollado a las estrellas del rock y aledaños. Se alejó de ese territorio hace más de 30 años, cuando se le tenía por una de las alternativas más interesantes de la escena de los setenta, y ahí sigue, con la mínima estructura que le permite desarrollar su peculiar carrera. Con una guitarra y ayudado por el baterista Tommy Larkin, inmutable compañero en los escenarios, ofreció una estupenda actuación.
Richman evitó uno de los problemas que en ocasiones le aquejan: su deliberada ingenuidad, tan cercana a lo infantil que termina por convertirse en excesiva. Pero sus registros son demasiado amplios como para encerrarse en un solo juguete. Lo consiguió en una actuación que esencialmente fue un excelente show. Por ese lado, es mucho más que un cantante, o un músico de culto que se adelantó al punk, se generó un ejército de admiradores entre sus colegas y luego eligió el lado lateral de la profesión. Su éxito en Madrid fue el de un artista sin prejuicios, que abrumó por su capacidad para sacar el máximo rendimiento a su precaria puesta en escena. ¿Por qué? Porque en Richman se observa la raíz que le conecta a la gran tradición judía de artistas. Al mismo tiempo parece el emigrante desvalido que llegaba a la isla de Ellis, o el pícaro contador de fábulas, o el desinhibido bailón que no parece tener ninguna facilidad para bailar, pero que hasta en eso resulta creativo. La gente no dejó de celebrar lo que se podría definir como el "Richman shuffle", si esos movimientos de pillo sacacuartos pudieran definirse de alguna manera.
Detrás de todo ello había un artista que cantaba en una mezcla imposible de inglés, italiano, español y francés, que no tuvo inconveniente en interpretar una canción sin título, o en convertir el Vampire girl en Vampiresa mujer y sacarla un rendimiento asombroso. Era el personaje de cualquier cuento de Isaac Bashevis Singer, uno de esos artistas que llenan de fiesta los lugares adonde van, el cantante de la circunspecta Nueva Inglaterra ahora convertido en un rumbero. Por supuesto, todo el personal entregado a Richman, que coronó su actuación con un memorable ¡Yo tengo una novia! Sonó como si fuera Daltrey en Won't get fooled again o Candy Staton en Gimme Shelter. Que fuera delante de 300 personas y no de 300.000, importa poco. Así es el rock, o lo que sea.
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