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Columna
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Gamberro de altos vuelos

Hace 15 años, ¿no? Sé que era en esa época prevacacional, cargada de plazos que cumplir, de encargos por entregar, de trabajos por terminar. Me llamó J. J. Navarro Arisa, de quien ya era lo bastante amigo para saber que eso significaba, por lo menos, una buena comida.

En efecto. Mediodía de veranito barcelonés, sentados a una mesa del Quo Vadis: "Estamos a punto de sacar en folletín el nuevo libro de Mendoza. Nos gustaría que lo ilustraras. Aquí lo tienes: es tronchante".

La verdad que sí. Me leí los primeros capítulos la misma noche, tumbado en un sofá -afortunadamente, el libro era literalmente desternillante y no creo que hubiera aguantado leerlo sentado en una silla-. Ahora, después del magnífico estudio que le ha dedicado Llàtzer Moix, ya es un lugar común que el bigote británico de Eduardo Mendoza encubre a veces a un gamberro literario de altos vuelos. En aquella época no lo era tanto. Yo era testigo de que en los bailongos que organizábamos los hispanoneoyorquinos, Mendoza era el maracas oficial de la orquesta de Sixto Caro, pero ni eso, ni La cripta embrujada, ni siquiera El laberinto de las aceitunas me habían preparado para Gurb.

Esto era, ya lo sabe todo el mundo, un disparate total, un soltarse el moño apocalíptico, las Lettres persannes escritas por el Vaquilla: nuestro querido oasis descifrado por un marciano, que parece del país.

No había otra solución posible: creo recordar que lo ilustré todo sólo con pies, ¿no? No estoy seguro, pero es que hace 15 años.

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