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Columna
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La línea roja

Josep Ramoneda

Artur Mas ha cruzado la línea roja al proponer una especie de carnet de puntos del buen inmigrante. Y al mismo tiempo, su propuesta ha servido para poner de manifiesto los miedos y los complejos que genera la inmigración en los responsables políticos. Tan preocupante como la salida de pie de banco de Artur Mas es que José Montilla haya pasado de puntillas sobre el tema y lo haya despachado con una descalificación banal, sin entrar en el fondo de una cuestión que tendría que sonrojar al candidato de CiU.

No conocemos los detalles de la propuesta de Mas porque o no los tiene o no los ha explicado, quizá a la espera del ruido que su propuesta provoque o de la evolución de los sondeos de opinión. Pero sí conocemos el principio: determinados derechos y servicios para los inmigrantes quedarán en función de la evaluación de su voluntad de integrarse en Cataluña. De modo que habrá buenos inmigrantes -con creciente acceso a los servicios- y malos inmigrantes, independientemente de que cumplan los requisitos legales y paguen sus impuestos y sus cotizaciones. Y la condición de buen inmigrante se concederá por cuestiones de carácter cultural y de adhesión a valores y principios que se supone que son propios de la sociedad catalana pero que, a lo sumo, pertenecen al ideario del nacionalismo catalán. Porque, naturalmente, el modelo de buen inmigrante es el buen catalán. ¿Quién decide qué es un buen catalán? ¿Vamos a establecer cánones de discriminación cultural? ¿Cuáles son los requisitos? ¿La lengua? ¿Seremos igual de exigentes con el inmigrante recién llegado de Marruecos que con el ejecutivo que viene de Francfort? ¿La religión? ¿Se puede ser buen catalán y no ser católico?, porque, si no es así, nos tendremos que borrar unos cuántos. ¿Habrá que conocer las estrofas del Virolai, como parece que es de corrección política para los ideólogos del nacionalismo? ¿O tendrán que pasar un examen de historia de Cataluña? Basta. El disparate es tan grande que su reducción al absurdo es demasiado fácil.

Sin embargo, la propuesta dice mucho de la ideología del nacionalismo conservador. Artur Mas -como dice su principal eslogan de campaña- pretende discriminar entre quienes aman a Cataluña y quienes no aman a Cataluña. Yo no he sabido nunca muy bien qué significan estos amores: ni Cataluña, ni España, ni Francia me han sido nunca presentadas. Con lo cual, es difícil saber si me gustan o no me gustan. En cualquier caso, siempre me ha costado entender que se pueda amar a entes abstractos (tanto si son de razón como de sinrazón). Yo no he conseguido amar nada más que a personas. Quizá sea un deficiencia psicológica; pero, sinceramente, nunca me he sentido discapacitado por carecer de estas pasiones sin sujeto de carne y hueso. Pero, en fin, si por algo se caracteriza el amor es por su gratuidad. ¿Se puede convertir en obligatorio algo que por definición es libre? Esta propuesta arruina los interesantes esfuerzos de Artur Mas por dotar al nacionalismo conservador de un discurso liberal. Las exigencias comunitaristas del guión nacionalista han liquidado la voluntad de apertura del nacionalismo hacia otros horizontes de modernidad que venía predicando el candidato.

Pero siendo esto preocupante, lo más grave es el temor generalizado a enfocar de cara la cuestión de la inmigración. Si Montilla no ha aprovechado esta propuesta para cargar contra Artur Mas es porque, como casi todos los dirigentes políticos, se mueve en este tema entre el miedo a defraudar los instintos básicos de la ciudadanía y el temor a saltarse a la torera los principios elementales de la democracia si se siguen las querencias espontáneas de los electores. Parece como si los responsables políticos hubiesen llegado a la conclusión de que sobre esta cuestión sólo caben dos posiciones: hacer demagogia populista a lo Le Pen o quedarse en una especie de angelismo de los principios. Y esto vale para Cataluña, para España y para cualquier país del entorno. En Francia, por ejemplo, estamos viendo como Sarkozy asume sin reparos posiciones de la extrema derecha, hasta llegar al extremo de quitar derechos laborales a unos trabajadores -maleteros musulmanes del aeropuerto- sin cargo ni acusación formal alguna.

Tanto entre la derecha -la catalana y la española- como entre algunos sectores de la izquierda, se dice que hay que dejarse de remilgos ideológicos y hablar claro de la inmigración. ¿Qué quiere decir hablar claro? ¿Renunciar al principio ilustrado de la igualdad de dignidad de todos los humanos y del valor universal de la verdad? Si es éste el camino, no estoy dispuesto a retractarme. Existe una cuestión de la inmigración. Sin duda. Esta cuestión es global, como la mayoría de los problemas que nos conciernen, y una vez más pretendemos dar respuestas locales y provincianas a cuestiones globales. Hay unos flujos migratorios muy importantes en dirección a países privilegiados como el nuestro. Estos flujos obedecen a una escasez de trabajo en el origen y a una abundancia de oferta de empleo en el destino. Y mientras esta diferencia se dé, habrá inmigración. La inmigración plantea problemas sociales serios que afectan principalmente a los sectores con más dificultades de nuestras sociedades. De modo que la política de inmigración no puede ser sólo para emigrantes: tiene que contemplar todos los efectos de la presencia de éstos entre nosotros. Y uno de los efectos, en un mundo en cambio marcado por la sensación de vulnerabilidad, es el miedo en las clases medias. La primera obligación del gobernante es afrontar los problemas, en vez de cultivar estos miedos, por muchos votos que den.

Para tranquilizar a las clases medias se presenta el propio país como un coto privado. Cataluña es nuestra casa y una gente de fuera viene a hacernos la vida imposible. Demos confianza a los nuestros estableciendo dos categorías de ciudadanos: los de siempre y los recién llegados. Y puesto que los recién llegados no tienen derecho a voto, hay barra libre para las soluciones imaginativas. Quizá si empezáramos por el voto de los inmigrantes -si se quieren exigir obligaciones hay que otorgar derechos- avanzaríamos mejor. Pero aquí no se trata de avanzar, sino de ganar votos. Y para ganar votos hay que empezar diciendo que los celosos defensores de los valores democráticos son progres trasnochados, para después poder asumir tranquilamente propuestas sectarias de extrema derecha.

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En Cataluña hay unas reglas del juego: las que derivan de nuestro sistema democrático y de nuestras leyes. El que llega tiene que cumplir con ellas. Exactamente igual que el que ya está aquí. Y para el que no cumpla, ahí esta el Código Penal. Lo que no vale es jugar al multiculturalismo. Ni en una dirección: las determinaciones y tradiciones culturales no pueden ser coartada para que el recién llegada escape a las reglas del juego compartidas, ni en la contraria: las determinaciones y tradiciones culturales de los autóctonos no pueden ser factor de discriminación ni de exclusión. Nadie tiene derecho a dictar a los demás obligaciones identitarias. La identidad es algo que cada cual se construye a su antojo. Y nadie puede utilizarla como criterio para definir derechos y obligaciones. Esto es lo que algunos tienen miedo a decir. Pero renunciar a ello es entregar la democracia liberal a la discriminación cultural y al comunitarismo.

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