Un artículo que habla de usted
París es la única ciudad del mundo donde leen hasta los mendigos. O eso es al menos lo que pensé la mañana de un lunes de principios de este otoño, cuando llegué a la ciudad para pasar allí una semana y vi a un mendigo leyendo en la esquina de la Rue Saint-Jacques y la Rue Des Écoles. Como si hubiera querido infligirme un sarcasmo con el que bajarme los humos, mi editor francés me había instalado en el Hotel des Grands Hommes, en la plaza del Panteón, y cada día caminaba hasta la Rue Séguier, bajando por la Rue Saint-Jacques, torciendo a la izquierda por la Rue Des Écoles y cruzando el Boulevard Saint-Germain y la Rue Saint-André-des-Arts. El mendigo estaba ovillado en un cartón, apoyado en la pared y con las piernas envueltas en una manta; tenía el pelo largo y gris, una gran barba gris, una edad indefinida, y parecía que llevase siglos sentado en esa misma esquina. El primer día que lo vi leía un libro de tapas infames, y al pasar frente a él traté de leer el título, a punto estuve de detenerme, pero no me atreví y me limité a seguir mi camino pensando, feliz y exagerado, que París es la única ciudad del mundo donde hasta los mendigos leen.
A la mañana siguiente volví a pasar frente al mendigo. Leía el mismo libro u otro; me paré frente a él y, mientras sacaba una moneda del bolsillo y la arrojaba al bote de latón que había en el suelo, miré el título: leí la palabra perro, la palabra Dios, la palabra negro, pero no alcancé a entender el título, y pensé que se trataba del título de una novela policiaca. Por lo demás, creo que me molestó que ni siquiera levantara la cabeza para agradecerme el dinero que acababa de darle. Esa tarde un amigo me acompañó al hotel; caminábamos enfrascados en la conversación y, al pasar por la Rue Saint-Jacques, nos distrajo un ruido; miramos: el mendigo me estaba mirando mientras sostenía en la mano el bote de latón. Entre la confusión del pelo distinguí una boca sumida, de viejo, y unos ojos intensos, de joven, y pensé que no era mucho mayor que yo. Sonriendo, le pregunté con mala idea si recordaba que aquella misma mañana le había dado una moneda. Fue entonces cuando oí por primera vez su voz. "Señor", dijo con humillante dignidad. "En mi oficio no hay que tener memoria". A la mañana siguiente di un rodeo para evitar la esquina de la Rue Saint-Jacques, pero en una entrevista dije que el oficio de escritor es exactamente lo contrario del oficio de mendigo, y, cuando un periodista me preguntó cómo podía convencerse a los jóvenes de la importancia de la lectura, a punto estuve de hablar del mendigo, pero sólo dije: "No se puede. ¿Cómo convencer a alguien de que folle o de que coma jamón de Jabugo?". El jueves no pude evitar la Rue Saint-Jacques y cuando pasaba frente al mendigo, con la barbilla muy alta y haciéndome el distraído (o quizá el ofendido), le oí hablar. Me detuve; le pregunté si se dirigía a mí. "Sí", dijo, blandiendo un recorte de periódico. "Aquí hay un artículo que habla de usted". Desconcertado, cogí el recorte y me marché sin darle las gracias, pero esa tarde pedí en mi editorial un ejemplar del libro del que había venido a hablar a París y se lo di sin explicaciones. En los días que siguieron continué pasando frente al mendigo: dejaba una moneda en el bote de latón, hablábamos un momento del tiempo o de la gente que pasaba, me abstenía de intentar averiguar el título del libro que leía. Un día me compré una cámara fotográfica y le pedí que me hiciera unas fotos; accedió, y también accedió a que yo le hiciera unas fotos a él, pero, aunque intenté arrancarle una sonrisa y entablar algo parecido a una conversación, lo único que conseguí fueron un par de comentarios despectivos sobre la cámara.
La noche anterior a mi partida de París llegué al hotel muy tarde. Me lavé, me puse el pijama, me fumé un cigarrillo mirando por la ventana el Panteón iluminado, me metí en la cama. Hora y media más tarde, harto de dar vueltas entre las sábanas, me levanté, me vestí, salí del hotel, crucé la plaza del Panteón y bajé la Rue Saint-Jacques. Allí estaba el mendigo, en su esquina de siempre, arrebujado en su manta. Me detuve un momento, y debió de notar mi presencia o de asustarse, porque se incorporó de golpe. Pensé que me había reconocido, y ya iba a marcharme cuando oí: "¿Quiere sentarse?". Me senté a su lado, contra la pared. Le ofrecí un cigarrillo y fumamos en silencio, mirando pasar los coches. Para romper el silencio le dije que al día siguiente me marchaba de París; murmuró algo, que no entendí, y luego dijo: "Aún no he leído su libro. ¿Es bueno?". "No", dije. "No lo sé". Como sabía que su oficio le impedía tener memoria, ni siquiera se me pasó por la cabeza preguntarle por qué vivía allí, en aquella esquina, ni si tenía familia, mujer o hijos, así que permanecí en silencio; él también permaneció en silencio. Pasaban coches, pasaba gente en bicicleta, pasaba gente caminando; empecé a sentir frío. "¿Por qué llora?", preguntó en algún momento. "No lloro", contesté. "¿Por qué miente?", preguntó. "No miento", contesté. Seguimos fumando sin hablar; al cabo de un rato me marché. Y hace unos días, cuando revelé las fotografías de mi semana en París, mi hijo se quedó mirando fijamente las que le había tomado al mendigo. "¿Te has fijado?", me dijo por fin, riéndose. "Se parece a ti".
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