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Columna
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Vida conyugal con la 7

Vicente Molina Foix

Anunciándolo con adelanto, pero también mucho a posteriori, por todos los altavoces de la red (me refiero a la subterránea, no a la más inconsútil que llamamos net), el Metro de Madrid abrió por fin hace pocas semanas algunas de las bocas y arterias que ha tenido cerradas varios meses, haciendo la vida del usuario francamente irrespirable. Escribo lo anterior y me doy cuenta de hasta qué punto el Metro es un organismo vivo, para mí y supongo que para los millones de seres que a diario circulamos por sus intestinos.

Y tan orgánico es que alguna vez, mientras esperaba en el andén la llegada de un convoy tardón, me he parado a pensar que lo mío con el Metro se pasa del castaño al oscuro, llegando a adquirir un tinte conyugal. No es por echarme flores, pero la verdad es que en esa relación yo le soy al Metro mucho más fiel y abnegado que él a mí.

El problema es cómo nos mantenemos erguidos, sobre todo en las curvas peligrosas

Formar pareja con el Metro ya es difícil. Por sus abandonos del hogar común. Por sus portazos. Por sus largas ausencias dando excusas que no te las crees y poniendo en su lugar -¡cómo si fuera lo mismo!- a un suplente, el sufrido autobús. Amar al Metro es una práctica de riesgo. Y si no, vean los nuevos vagones de la línea 7.

La línea 7 es, dentro de las distintas opciones corpóreas que el tendido ofrece, la que yo más frecuento. Voy muy a menudo a los cines Verdi, me bajo en Canal, Bravo Murillo esquina con José Abascal, y, después de admirar la silueta ya desvelada del nuevo teatro diseñado por Navarro Baldeweg, ando unos metros hasta los cines, veo cualquiera de las magníficas películas que programan los Verdi y vuelvo al hogar llevado -mecido me gustaría decir- por el traqueteo de la línea 7. Pues bien, desde que abrió, tras su golfada veraniega, esta línea, hay que reconocer que ha vuelto bronceada, adelgazada, yo diría que hasta tuneada. Da gusto verla. Pero vértigo usarla.

Los nuevos trenes se llaman 9000, una cifra que dispara las perspectivas si la traducimos en términos de promiscuidad usuaria. Cada convoy lleva seis coches que están a la última en confort y cabida, disponiendo todos de modernos sistemas de seguridad, lo que podríamos llamar safe sex metropolitano. Al mismo tiempo, los interiores son ahora continuos, una larga cavidad tubular que permite unas vistas ininterrumpidas del tren-acordeón; como los autobuses-salchicha del número 27, otro que tal. He observado también que el nuevo formato del tren 9000 dispone en cada vagón corrido de un televisor, lo cual despierta la curiosidad del viajero, curiosidad por el momento insatisfecha, pues están apagados. Pero, como la imaginación de quien viaja bajo tierra en ese servicio es a la fuerza -y no sólo en verano- calenturienta, yo ya me he puesto a hacer cábalas sobre lo que darán por esas pantallas. ¿Publicidad? ¿Software? ¿Avisos de las líneas que en ese momento estén haciendo rabona? ¿O, más gallardamente, películas de amor para amenizar el trayecto? Sería too much que encima fueran hardcore.

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He leído en algún sitio que los nuevos trenes de la línea 7 y de la 3, que también ésta se las trae en cuanto a echar canas al aire en sus obligaciones, están adaptados para las personas con movilidad reducida. Ejemplar. El problema es como nos mantenemos erguido -sobre todo en las curvas peligrosas que tanto abundan en este cuerpo viario- los que tenemos la movilidad sin reducir. Los flamantes vagones no disponen de asideros en gran parte de sus espacios, en particular en el más amplio que se forma en el centro mismo del vagón. Hay barras junto a las puertas y encima de los asientos, pero ninguna en esa zona que a las horas-punta es un magma. Magma mío y magma tuyo. Lo mismo es un modo que tiene el Metro, por seguir con la tónica de su libertinaje en las costumbres, de que los viajeros se aprieten entre sí y se cojan de lo que pillen a mano para no caer al suelo.

Claro que aún no hemos llegado al punto de los ferrocarriles urbanos de Londres, según he leído en The Times. Allí, y sobre todo en los trenes de cercanías, que van siempre repletos, se está pensando quitar los asientos para que quepa más público de a pie, esperemos que en ese caso con agarraderas adecuadas. Y decía el editorial del periódico británico: habrá que fomentar el desodorante. Algo que el usuario también le agradecería, en momentos de intenso transporte sensual, a la línea 7.

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