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Columna
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Política y verdad

Josep Ramoneda

El numerito electoral de Artur Mas firmando ante notario un impropiamente llamado contrato con los ciudadanos -¿quién firmaba en representación de la otra parte?- plantea el problema de la credibilidad de los políticos. Podríamos estar ante una cuestión personal: Artur Mas teme que su palabra no supere los escollos y tentaciones de la realidad política cotidiana y prefiere -como un seguro ante su propia conciencia- comprometerla en un registro oficial. Pero, sobre todo, lo que interesa es la cuestión colectiva: sólo si está muy convencido de que la ciudadanía no cree en la palabra de los políticos se explica que Artur Mas pase por la humillación de someter la suya al control notarial. La sospecha de Mas es fundada. La gente desconfía de los políticos. Es difícil establecer el umbral entre la desconfianza sana y la patológica. Pero en cualquier caso el descrédito de los políticos cotiza alto. Y tengo la sensación de que gestos como el de Artur Mas refuerzan la desconfianza: ¿cómo confiar en quien no cree en su propia palabra y necesita reforzarla notarialmente?

El problema lo ha explicado el filósofo americano Harry G. Frankfurt en La importancia de lo que nos preocupa. "Los discursos políticos no están condicionados por su preocupación por la verdad". El valor de la verdad de sus afirmaciones no es su interés principal. "Las elige o las inventa a fin de que le sirvan para satisfacer sus objetivos".

Evidentemente, el objetivo de la política no es la verdad. La política tiene que ver con el poder, con la acción y con los intereses, no con la búsqueda de la verdad. Las ideologías que pueblan el imaginario político no son vías de acceso a la verdad sino concepciones del mundo destinadas a ejercer de motor de la acción colectiva. Como decía la sabia Hannah Arendt: "Se actúa de concierto con los demás; se piensa solo". Cuando la ideología pretende modelar la sociedad imponiéndose como verdad hasta provocar "los dolores de parto de la historia" y sembrar el mundo de matanzas convertidas en "simples comas" del largo relato de la aventura humana el camino del totalitarismo está abierto.

Tampoco es función de la política definir el bien. Lo cual no significa que las conductas de los responsables políticos tengan licencia para la amoralidad. En una sociedad plural el bien compartido -la palabra bien común ha caído en desuso y sería interesante recuperarla y reconstruirla- no es tanto un bien moral como la optimización de las posibilidades de cada cual para hacer posibles sus proyectos, sus deseos y sus ilusiones.

La cuestión de la credibilidad de los políticos es de otro orden. Es de la desconsideración con la verdad, en el sentido elemental de coherencia entre lo que se dice y lo que se hace, entre lo que se promete y lo que se cumple. Y, sobre todo, la sensación profunda de que la verdad no está en su horizonte, no forma parte de su modo de pensar. El político fundamentalmente promete y responde. La correlación entre promesa y credibilidad es simple: estalla cuando la promesa no se realiza. La gente ha crecido ante ello en escepticismo y virtud. Pero otra cosa es la construcción cotidiana del discurso político, en que cualquier material se utiliza siempre en términos de blanqueo de uno mismo y descalificación del otro. Entre el eufemismo y la manipulación, dos formas de falsificación, transcurre el discurso político. Un discurso que, como dice Frankfurt, no es una mentira, porque la mentira es función de la verdad, y en este caso la verdad no cuenta, sólo cuenta el propio perfil. Y lo que agrava la situación es que esta forma de discurso sin relación con la verdad migra y puebla otros ámbitos sociales, empezando por los medios de comunicación. Cuando de unos mismos hechos surgen -en función de la posición ideológica y de mercado de los medios- una serie de relatos distintos, a menudo incluso opuestos -y no habla de la opinión sino de la información-, es que el sentido de la verdad ha desaparecido del horizonte colectivo. La falta de credibilidad se extiende y contamina a toda la sociedad, de modo que todo conflicto deriva en confrontación. Y el espacio público se degrada sensiblemente.

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