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Tribuna:Primera gran exposición del pintor en Reino Unido
Tribuna
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El retrato como arte

Diego Velázquez (Sevilla, 1599 -Madrid, 1660), o Diego de Silva Velázquez como se quiso llamar en su madurez, es el pintor más paradójico de un siglo tan de paradojas como el barroco. Negó ser pintor, tener taller y oficiales, pintar por negocio y no sólo por el placer propio y el regio; pero fue reconocido como el pintor de los pintores desde su propio siglo, el de Rembrandt o Vermeer, y hoy lo consideramos el más metapictórico de los artistas de su tiempo.

Vivió, tras una primera juventud sevillana, en la jaula de oro -no exenta de sinsabores sociales ni de intrigas políticas- de la corte madrileña de Felipe IV y de sus validos, el Conde-Duque de Olivares y don Luis Méndez de Haro, al margen del día a día de la profesión y del roce cotidiano con sus colegas. Alegó condiciones de criado regio y noble aposentador de su majestad, y ello le permitió dos estancias en Italia con gajes y variadas tareas, y le granjeó finalmente una dignidad hidalga y un hábito militar que sabía no corresponderle por origen -a causa de la impureza de su sangre- sino por su trabajo como pintor; es decir, como un especialista en la autorrepresentación y la propaganda de la monarquía, que podía halagar, fijar su memoria o borrarla, como demuestran la presencia y la ausencia de don Gaspar de Guzmán en las dos versiones de esa Lección de equitación del Príncipe Baltasar Carlos (de las colecciones del Duque de Westminster y la Wallace de Londres), que quizá debiera mejor llamarse el Aprendizaje del juego de cañas.

Más aún que Caravaggio o Ribera, Velázquez se lanzó a la conquista de la realidad, su materialidad y su carnalidad. Introdujo a manos llenas en la pintura la materia, lo accidental y lo circunstante; basta fijarse en el cántaro de El aguador de Sevilla del Wellington Museum de Londres. No solo tiene una presencia protagonista, en tamaño y tridimensionalidad; se resaltan las imperfecciones de la labor del artesano, sus abolladuras y su estríado irregular, haciendo de su superficie una materia táctil, con una textura rugosa mínimamente reflectante, frente al carácter absorbente del corcho y la cuerda de su tapón, o el brillo del metal de su anilla. Al margen de su propia forma, la realidad que lo circunda deja sobre él su impronta; la luz, artificial y sesgada, reaviva sus formas microtridimensionales y provoca tonalidades diferentes de color, en función de su incidencia sobre la distinta inclinación de su curvo perfil. El agua derramada sobre lo alto de su panza superpone una nueva pátina irregular, en función de su mayor o menor acumulación, o de su sequedad. Las zonas secas quedan opacas, manteniendo la blancura de la arcilla iluminada, en penumbra o a la sombra; las mojadas, según la cantidad de agua, permiten el reflejo del dedo pulgar del aguador bajo su asa, y el lustre en los reflejos, producidos tanto por el estríado húmedo como por las gotas que resbalan, o por la huella mate de las que ya han caído; en las gotas minúsculas constatamos tanto su transparencia como la exacta incidencia de la luz sobre ellas, reflejos de verdad que responden con la posición de sus luces a la del foco luminoso.

A través de la lúcida, pensada y estudiada representación de lo material, lo accidental y lo circunstancial, de lo natural al vivo, Velázquez comenzó a crear no solo una segunda naturaleza sino una nueva realidad, nacida solo de su pintura de retrato pero que iba más allá del mero mundo de las imágenes; imponía en su inmediatez tanto una nueva materialidad de lo inerte como una nueva carnalidad de lo vivo.

El gran logro final del Velázquez maduro, su creación de una nueva realidad con las apariencias de su pincelada suelta a la veneciana, de la evidencia de su arte, es nuevamente paradójico. Al desrealizar la imagen y convertirla en un nuevo objeto, solo visual pero poseedor de una entidad -incluso física- y una vida propias, estaba procediendo a partir de su experiencia de una previa y radicalmente nueva realización, cosificación viva, de lo que hasta entonces había sido sólo imagen, e imagen no solo anticonvencional, sino incluso indecorosa al penetrar en cualquier tipo de figuras o de historias. Ello puede parecer el colmo en un pintor de corte, pero incluso el Conde-Duque, en su retrato ecuestre, se nos muestra alterado por la tensión y el esfuerzo de la batalla y su montura babea y suda, mientras sus cascos levantan el polvo del suelo que hollaban, como ningún Tiziano o Rubens se habían atrevido.Más aún que Caravaggio o Ribera, Velázquez se lanzó a la conquista de la realidad

Fernando Marías es catedrático de la Universidad Autónoma de Madrid.

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