Alcohol, prohibicionismo y sociedad de consumo
Considera el autor que las medidas contra el 'botellón' de algunos municipios constituyen una respuesta hipócrita y servadora a un modo no institucionalizado de consumir alcohol.
Cuando el grupo punk Cicatriz tocaba en directo su mítica canción Lola, solía terminar con una invocación: "Lola, no bebas sola". Y parece que
que muchos jóvenes le hicieron caso. El alcalde Azkuna y la corporación municipal de Bilbao, que muy probablemente no escuchaban a Cicatriz, ponen estos días en vigor un reglamento "anti-botellón". Una normativa que viene a coincidir en el tiempo con la pomposa inauguración de la Ciudad del vino diseñada por Frank Gehry en Elciego, lo que estimula algunas reflexiones en torno a la relación entre alcohol, sociedad y prohibicionismo.
Prácticamente, todas las sociedades tienen una droga culturalmente hegemónica. En el caso de las sociedades mediterráneas, lo es el alcohol. En Euskal Herria existe toda una cultura construida en torno al alcohol, como forma de relación social. Desde el txakoli a las sidrerías, pasando por la fiesta del txikitero y culminando con el brindis en el monumento al vino de Gehry. Las consideraciones al respecto de la relación entre alcohol y juventud no debieran sustraerse de este contexto. Más aún cuando las absurdas políticas prohibicionistas han trazado una línea artificial entre drogas legales e ilegales, ensalzando de facto las legales como drogas buenas, o incluso como si no fueran drogas.
Preocupa que se beba alcohol en los 'botellones' pero no tanto que se haga en un bar, terraza o bodega
Conviene, por tanto, relativizar el fenómeno: todas las generaciones jóvenes han sido siempre 'las peores'
Además, el modelo de sociedad prima también una cultura en la que el fin de semana es el momento para descargar frustraciones acumuladas en el resto de la semana. Es cierto, resulta en gran medida una fórmula adormidera, que evita activar mecanismos críticos de lucha para superar esas situaciones frustrantes en entornos laborales, familiares o sociales. Pero resulta injusta la (des)calificación global de la juventud como una juventud desmovilizada, hedonista, drogada y dormida. Ello no sería sino reflejo de los valores dominantes heredados de las generaciones anteriores: quienes hacen tal calificación debieran cuestionarse seriamente su contribución a generar esos valores y no otros.
Además, ambas cuestiones, ocio y conciencia social, no son excluyentes. Incluso la izquierda ha abordado muchas veces la cuestión de las drogas, y el ocio en general, desde posiciones de puritanismo equiparables al conservadurismo moral, en virtud de ese supuesto carácter desmovilizador. Parecía que se debía ser militante concienciado las 24 horas de todos los días y, además, serlo a través del patrón militante y organizativo clásico. Es más -y esto se ha olvidado en muchas ocasiones a favor de un discurso de sacrificio militante casi cristiano-, el ocio también puede ser una forma de rebelión contracultural, y más en una sociedad regida por los valores capitalistas de la eficiencia y la racionalidad instrumental.
La cuestión de la juventud y el alcohol, pues, es algo que se ha dado siempre en las sociedades de nuestro entorno y que ha de abordarse -como con todas las drogas- sin discursos hipócritas o puritanos, desde la información y la reducción de riesgos. Es la mejor manera de favorecer un uso responsable, que incluirá, de forma casi inevitable, algún momento irresponsable.
En Euskal Herria nunca se ha hecho botellón, pero siempre se han hecho litros (hectolitros, incluso, dirá alguno). El fenómeno es consecuencia directa de la cultura social del alcohol en una sociedad de consumo. Las posibilidades de ocio orientan directamente a los bares. Experiencias de ocio alternativas como los gaztetxes vemos cómo son atacadas sistemáticamente y otras pseudo-alternativas son diseñadas desde despachos sin la participación de la juventud. En estas condiciones, el recurso a los litros surge como reacción ante los elevados precios de los establecimientos hosteleros. De hecho, el fenómeno se da más habitualmente allá donde los precios son más caros: por ejemplo, es más frecuente en Bilbao que en Durango. Todos lo hemos hecho alguna vez. Constituye una reacción ante un modelo de ocio mercantilizado. Una respuesta espontánea y de concienciación débil, pero respuesta al fin y al cabo, que no conviene desdeñar.
En este contexto, las críticas al botellón expresan un habitual fenómeno de diferenciación intergeneracional: cuando nosotros lo hacíamos era "mejor", "de otra manera". Además, resulta cuanto menos curioso que las críticas se dirijan a un fenómeno que resulta algo disfuncional a la sociedad de consumo; preocupa que se beba en los botellones, pero no tanto que se haga en un bar, terraza o bodega. El propio reglamento municipal de Bilbao exime de persecución las bebidas adquiridas en los establecimientos hosteleros. A tenor de ello, y sin obviar en absoluto las indudables molestias causadas, pudiera pensarse que algunas críticas también tienen algo que ver con el hecho de que no resulten totalmente funcionales a la sociedad de consumo y que sean eventos auto-organizados, o al menos no organizados desde las instituciones o empresas.
El botellón surge, pues, como respuesta natural a los elevados precios de un modelo de ocio mercantilizado. Grupos de amigos se juntan en la calle para beber y charlar un rato. Comienza a ser problematizado en Madrid por las autoridades conservadoras; la normativa que prohíbe beber en los espacios públicos da lugar a espectáculos esperpénticos, como la toma policial de la plaza del Dos de Mayo. En Euskal Herria hace bandera del prohibicionismo el Ayuntamiento de Bilbao, paradójicamente el mismo que organizó un despilfarro de dinero público con un evento altamente molesto como las World Series.
Nadie pone en duda las molestias y los problemas de higiene asociados al botellón. Pero no es menos cierto que se pasan por alto otras posibilidades para minimizar las molestias, como en cualquier otro evento: instalación de urinarios públicos, servicios sanitarios, controles de alcoholemia, servicios de limpieza, campañas de concienciación... Tal como ocurre en otras ciudades como Sevilla donde la reglamentación, en lugar de prohibir, regula.
Los problemas no se pueden resolver por decreto autoritario. El prohibicionismo, en esto como en todo, produce básicamente dos efectos: dotar de mística especial a lo prohibido y generar más conflictos. Pero, además, dota al fenómeno de una mayor dimensión de reivindicación del derecho al espacio público para eventos auto-organizados sin dimensión institucional o mercantilista. Aunque sea para beber.
Una cita: "La juventud actual ama el lujo, es maliciosa, es malcriada, se burla de la autoridad y no tiene ningún respeto por los mayores. Nuestros muchachos de hoy son unos tiranos, que no se levantan cuando un anciano entra a alguna parte, que responden con altanería a sus padres y se complacen en ser gentes de mala fe". Y otra más: "Vivimos en una época de decadencia. Los jóvenes ya no respetan a sus padres. Son groseros e impacientes. Frecuentan las tabernas y no saben dominarse". El autor de la primera cita es Sócrates, en el siglo IV antes de Cristo. La segunda se encontró en una una tumba egipcia muchos siglos antes.
La demonización de la juventud es, pues, un fenómeno ya viejo; todas las generaciones jóvenes han sido las peores. Conviene, por tanto, relativizar. El asunto requiere un proceso de diálogo participativo y sereno sobre cómo conciliar los distintos intereses, no un prohibicionismo que resulta un tanto hipócrita ante la coincidencia en el tiempo con eventos de promoción del alcohol de alto nivel.
Ion Andoni del Amo Castro es profesor de la UPV-EHU.
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