Cadáveres en el armario
El intelectual -esto es, el escritor en cuanto catalizador de ideas sociales- piensa y siente por todos: su tarea es anticiparse, comprometerse, persuadirnos. Se equivoca muy a menudo porque opera en el territorio salvaje de los intereses políticos a los que quisiera aplicar categorías morales. Cuando ocurre así, no es fácil percibir que nos ha engañado porque, en rigor, nos ha hecho partícipes de su propio engaño. Una burilada y cáustica novela de Kazuo Ishiguro, Un artista del mundo flotante (1986), lo ha descrito con sabia perversidad. Ono es un pintor japonés que ha sobrevivido a 1945, tras haber llegado a ser el creador de algunos de los iconos del militarismo fascista de su país. No entiende por qué, a la fecha de los acontecimientos del relato, perjudique el porvenir matrimonial de sus hijas, ni por qué le huyen sus vecinos y le aborrece su mejor discípulo; a la postre, él no ha sido sino un patriota que amaba el mundo antiguo ya desaparecido. Sólo entre líneas de su testimonio cortés y perplejo, sentimos el aliento fétido de lo que trajo.
"El arrepentimiento es el envés de la conversión, pues ambos escenifican el profetismo que sobrevive a quien la recibe"
"El régimen fue largo y, aunque culturalmente fuera inhóspito, se hizo costra de costumbre"
Siempre nos justificamos... Si bien se piensa, el discurso del intelectual-escritor es una mezcla, en proporciones adecuadas, de la biografía que tejen sus circunstancias y del destino que le esperaba en un momento del camino. Nos cuenta cómo llegó ahí, cómo descubrió la verdad de las cosas, qué tragedia nos puede reservar el futuro o qué horizonte de felicidad nos espera. Y nos exhorta a seguir su camino, para lo que hay dos formas narrativas de persuasión: el relato de la conversión (y su anejo, el relato de descubrimiento) y el relato del arrepentimiento (con su satélite, el relato de desencanto). Casi todas las autobiografías políticas responden a la primera modalidad y, a su cabeza, la más odiosa de todas, Mein Kampf, de Hitler: enseñan cómo se detecta el origen del mal, cómo encontrar los culpables, cómo disponerse a la victoria del hombre nuevo. En la literatura de los años treinta y cuarenta tuvo bastantes epígonos españoles. Giménez Caballero diseminó por su obra los pasos de una conversión que lo llevó desde el nacionalismo liberal a la abyecta sumisión al líder. Y quizá la aportación más significativa de las letras falangistas fueron relatos de esa naturaleza: tal era el subtítulo -Historia de una conversión- de Javier Mariño, la novela de Gonzalo Torrente Ballester acerca de cuyo verdadero significado su autor mintió tantas veces y confundió a muchos exegetas de buena fe. Y tales fueron las olvidadas etopeyas juveniles de otros conversos como Leoncio Pancorbo, de José María Alfaro, o el irredimible Eugenio, de Rafael García Serrano, que como el héroe de Camisa azul, de Felipe Ximénez de Sandoval, atufaban a (homo)sexualidad reprimida y a miseria intelectual. Incluso algunos de los mejores poemas del Dionisio Ridruejo de los Cuadernos de guerra transparentan el modelo, teñido de dudas pero siempre empapado de anestésica retórica.
Pero, en la trinchera opuesta, muchos poemas de Rafael Alberti, Juan Gil Albert o de Arturo Serrano Plaja ilustraron otro modo de inmolación intelectual, en forma de conversión: el camino de renuncias y solidaridad que conducía al comunismo. Algo que, por modo más complejo y masoquista, aparece también en la poesía de Blas de Otero, después de 1950. Prevaleció luego, en cambio, el descubrimiento que es a modo de una conversión más modesta, una revelación certera pero que puede quedar en estado de inquietud o desazón dolorosos, sin más desarrollo: el chapuzón en la vida popular, el hallazgo de la memoria de la Guerra Civil o el de la visión del escándalo del chabolismo en las periferias urbanas compareció así en obras -novelas y poemas- de la generación de nuestro medio siglo. A menudo, el descubridor quiso verse como niño atónito (Cabeza rapada, de Fernández Santos), o como burgués vagamente culpable (así los personajes -tan sartrianos- de las primeras novelas de Juan Goytisolo): había acabado el tiempo de los héroes, como sabían todos, y seguramente el de las convicciones absolutas. Y sólo quedaban palabras en voz baja o clandestinas: ¿se ha reparado en la importancia -casi sacramental- de la conversación en los relatos españoles de 1950-1965, así como en la paralela reflexión de los poetas acerca de la idoneidad del testimonio verbal de tanta soledad y tanta duda? (el lector curioso tomará nota de esto cuando relea El Jarama, de Sánchez Ferlosio; Entre visillos, de Carmen Martín Gaite, pero también Compañeros de viaje, de Jaime Gil de Biedma, y Áspero mundo, de Ángel González).
El arrepentimiento es, en el fon
do, el envés de la conversión: escenifican lo mismo -la fuerza de una revelación, el profetismo que sobreviene a quien la recibe- y provocan parecidos resultados. La ruptura con el comunismo impregnó muchas novelas de Ramón J. Sender, tan ricas de alegorías de la culpabilidad y de añoranzas de la inocencia: algunas estropeadas por el maniqueísmo -Los cinco libros de Ariadna-, otras por las derivas místicas -La esfera-, pero la mayoría ungidas por la honda poesía -Crónica del alba- y por la fantasía risueña -El verdugo afable-. La narración del desencanto por la militancia izquierdista y la búsqueda de otros arrimos afectivos tiene entre nosotros dos ciclos de referencia: el iniciado por Juan Goytisolo en Señas de identidad y el de su hermano Luis, Antagonía, tan dispares y a su vez complementarios.
Si un día, que lo dudo, se perdiera entre nosotros la memoria del franquismo y sólo quedara el almíbar costumbrista de Cuéntame, o el esteticismo palabrero de las últimas películas de Garci, las poderosas novelas que se han citado nos recordarán que el ejercicio de la memoria no es una variante del síndrome de Estocolmo, ni una amnistía sentimental. Porque el franquismo ha sido experiencia poco propicia al exorcismo del rechazo y a la manifestación del arrepentimiento. Fue (es) un cadáver en el armario que acaba resultando familiar y que siempre es pegajoso. Otros cadáveres en los armarios de la conciencia europea han sido más evacuables, aunque la operación haya sido siempre compleja: el nazismo o el comunismo han sido más eliminables que el fascismo italiano, y éste casi tan correoso como el conflicto civil de la Colaboración y la Resistencia en Francia (el ajuste de cuentas con las toxinas de la guerra fría en Estados Unidos y con el huracán de Thatcher en el Reino Unido tampoco son fáciles de eliminar: han dado y dan una espléndida literatura, síntoma de esa dificultad).
Pero el franquismo fue demasia
do largo, contaminó toda nuestra experiencia de las cosas y, aunque culturalmente fuera inhóspito, se hizo costra de costumbre. Engendró una doble moral en algunos de sus funcionarios más inteligentes y, de otro lado, propició el florecimiento de posibilistas: con algunos de éstos y de aquéllos tenemos contraída una deuda cultural considerable. Fue el espacio natural de sociabilidad y compromiso para muchos, porque no había otro: bastantes miembros de la generación de los cincuenta empezaron a escribir en las revistas del SEU (Alcalá, La Jirafa, La Hora, Laye...) y compartieron las ideas estatalistas, las "revoluciones pendientes", el fervor juvenilista, que también eran una parte de la retórica oficial (otros lo hicieron en un arrimadero no menos propicio: el activismo católico-social). Y hubo numerosos espacios culturales de ambigüedad, cápsulas de respirabilidad, a veces sugestivamente similares a las que tuvo el fascismo italiano a lo largo del Ventennio, donde pudo sobrevivir la práctica vanguardista o incubarse el poderoso neorrealismo, o el confuso mensaje popular del strapaesismo. Algún día habrá que repasar sine ira et studio el significado del ministerio Ruiz-Giménez (19511956), la ilusión estival de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo, el mundo de los Teatros Nacionales, la nómina cultural de Radio Nacional de España, o tantas otras cosas...
En 1964, la propaganda franquista fue capaz de convertir la celebración de su victoria en el lema de XXV Años de Paz, perversión semántica de un político todavía en ejercicio -Fraga Iribarne- y que hoy parecen dar por buena bastantes más de los que parecen. Fue el último espejismo y alguien se sorprendería al saber quiénes escribieron aquel año a favor de aquella idea. Pero el desahucio cultural del franquismo era imparable ya en ese momento. Se anticipó a la desaparición de la dictadura y lo sorprendente fue que la conciencia de su derrota no se expresó casi nunca en forma de entusiasmo, sino en desencanto. Y, en cierto modo, del silencio (y de la autocompasión) acerca de nosotros mismos (si el lector quiere nueva bibliografía, pienso que la obra de Juan Marsé, desde Últimas tardes con Teresa a Canciones de amor en Lolita's Club) y la de Manuel Vázquez Montalbán, desde Una educación sentimental hasta Erec y Enide, han expresado como muy pocas la contaminación del ambiente y la consecuente dificultad de arrepentirse de uno mismo. Y es que la subnormalidad logró que el remordimiento y el sarcasmo valieran por el arrepentimiento (a veces es tan hipócrita...).
José Carlos Mainer es autor de Tramas, libros, nombres. Para entender la literatura española, 1944-2000 (Anagrama).
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