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Columna
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Lo llaman acoso

Jesús Ruiz Mantilla

M. tiene 11 años, pero parece mayor. No es porque sea un chico alto, ni porque le hayan aparecido esos granos que te adornan la cara como un cráter. Tampoco el dominio que muestra sobre ciertas materias delata su madurez prematura... No es eso. Es que M. lleva una extraña tristeza en la cara que le hace parecer mayor. Esta mañana no ha desayunado, le ha dicho a su madre que la cena le sentó mal, pero a ella le ha parecido extraño porque apenas apuró un vaso de leche con galletas de esas que tanto le gustan. Tampoco se ha atrevido a confesarle la verdad, que al poco rato vomitó todo porque no hay materia blanda que traspase la piedra que se le ha instalado en el estómago. Algo le pasa a M., pero no lo cuenta. Algo que le aísla, que le hace encerrarse en su habitación en silencio, taciturno, como provisto de una carga que le empuja quizá a sentirse culpable de no se sabe qué.

En ese retiro de su cuarto medio en penumbra, que se ve muchas veces interrumpido por unos nudillos discretos y la voz de alguien de la casa que pregunta si está bien, si necesita algo, M. masca en soledad su precoz rebeldía, su inesperada sensación de encontrarse aparte de todo: de su familia, de sus juguetes, que poco a poco van perdiendo ese revestimiento de artificio que les daba una apariencia de realidad más que convincente hace tan sólo unos meses... Pero sobre todo de sus compañeros.

¿Compañeros? ¿Quién le explicó un día el significado de esa palabra? Por más que ha buscado aproximarse a ella no lo ha encontrado. Menos en su colegio de pago, bilingüe y apartado en las afueras de Madrid, que curiosamente eligieron con esmero y esfuerzo extra en la economía familiar sus padres para que M., desde pequeño, pudiera comunicarse en más de un idioma. Y sabe ya cómo hacerlo, a sus 11 años, mejor que ningún otro chaval de su edad. Aunque de poco le sirve, porque precisamente su destreza y su desparpajo en ese campo y en muchos otros en los que destaca como un lince ha vuelto las cosas del revés y ha hecho que el idioma que más ha practicado M. en su colegio fino, en sus aulas con vástagos de buena cuna provistos de móviles con cámaras grabadoras, sea el de la humillación gratuita, alentada por esos ladridos de los perros de presa que se sientan a su lado y que los profesores consideran sorprendentemente com-pa-ñe-ros.

Pero los compañeros no insultan, ni te cuelgan motes con crueldad. Los compañeros no agreden a un semejante y lo graban a risotada limpia. Tampoco te desprecian repartiendo invitaciones cada semana para el cumpleaños de rigor dejándote claro que no vas a entrar en su selecto club ni aunque te hayas mostrado amable, dispuesto, incluso servil para, al menos, obtener una tregua, un respiro, no ya una sonrisa o un compadreo y menos una conversación que no acabe en chirigota, ni insulto.

M. acaba de cumplir 11 años, pero está convencido de que no tiene futuro. Ni siquiera entiende la falta de atención que muestran sus profesores, esa dejadez que han decretado en su crucial tarea de construir auténticos seres humanos impermeables a la falta de respeto, intransigentes con la agresión injustificada cambiando sus objetivos en pos del fomento de una competitividad que les convierta en seres de provecho armados para preservar la sacrosanta rentabilidad de los bancos suizos.

M. puede que no haya estudiado mucha historia sagrada, pero sí lo bastante como para saber que la tibieza del comportamiento de sus profesores y la actitud distante y fría del director se pueden comparar a aquel famoso Pilatos, que se lavó las manos, como estaba escrito. A lo tonto, M. está deseando que se descubra de una vez esa cruz amarga que lleva a cuestas y que su caso aparezca en los periódicos, en la radio, en televisión. Tal vez su absurdo martirio haya merecido la pena para que al menos no se consoliden más profesores tan hipócritas como cegatones en los colegios y que incluso la justicia o los nuevos reglamentos actúen y sean determinantes ante ese tipo de tolerancia con los comportamientos aberrantes.

Por lo pronto, M. sigue sin comprender el lenguaje de los adultos. Parece que a casos similares a los que él sufre, en un grito sordo que le revienta los tímpanos por dentro, lo llaman "acoso". Pero M. prefiere describirlo de otra manera. Lo ha sufrido demasiado como para estar equivocado. Sabe que lo suyo tiene otro nombre más claro, más preciso y reconocible por todos: es sencillamente el puto infierno.

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Sobre la firma

Jesús Ruiz Mantilla
Entró en EL PAÍS en 1992. Ha pasado por la Edición Internacional, El Espectador, Cultura y El País Semanal. Publica periódicamente entrevistas, reportajes, perfiles y análisis en las dos últimas secciones y en otras como Babelia, Televisión, Gente y Madrid. En su carrera literaria ha publicado ocho novelas, aparte de ensayos, teatro y poesía.

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